Hace ya algunos años, sostuve una teoría que los hechos se han empeñado en darme la razón: el fin de la edad contemporanea, sucedida por la edad de internet. Hoy como pasó entonces, dudo que alguien se atreva a contradecirme, y es que la gigantesca red nos ha atrapado a todos hasta hacerse poco a poco y sin ruído, casi indispensable para un amplio porcentaje de la población mundial (hecho este que toma proporciones cuasi universales si nos ceñimos a los denominados "países del primer mundo"). Lo que creo que casi ninguno llegamos a acertar fue que la eclosión de la era digital vendría de la mano de un viejo aliado: el teléfono. Y es que desde la feliz unión de este con la red, la democratización de internet ha crecido exponencialmente, hasta alcanzar cotas impensables.
La comunicación como tal ha sufrido cambios espectaculares en apenas una época, trayéndonos la posibilidad de comunicarnos casi instantaneamente con cualquier persona en cualquier punto del planeta, y eso es un hecho positivo que ha ayudado a muchas personas a mitigar la peor plaga que ha sufrido el hombre del siglo XXI: la soledad. Si bien es cierto que el poder charlar con seres queridos que se hallen en lugares alejados es un hecho plausible, no es menos cierto afirmar que a muchas personas les ha proporcionado la coartada perfecta para esconderse tras un telón sin tener que vencer su introvertido carácter, disfrazando así una penosa vida social con el engañoso traje de la popularidad: ¿quién puede pensar que alguien que tiene dos mil amigos en facebook puede ser una persona solitaria, huraña y llena de complejos que le hacen aislarse?. Este hecho es mucho más frecuente de lo que nos podemos pensar, convirtiendo así esas benditas redes sociales en parches que tapan una amarga realidad: La soledad es ya hoy algo generalizado y frecuente, y se ve agudizada por la posibilidad de poder llevar algo parecido a una vida social a través de una pantalla. Cualquier cosa en exceso es siempre perniciosa, sobre todo cuando conlleva una mentira piadosa que nos ayuda a expiar nuestros defectos o, simplemente, a esconderlos.
Capítulo aparte merece el impacto que que estas comunicaciones digitales han tenido en nuestras normas de convivencia, tan maltratadas y obviadas en nuestros tiempos. Por si no tuvieran bastante, otro nuevo mazazo ha venido a sacudir sus entrañas sin piedad, y es que nada hay más importante que una llamada, el tintineo de un guasap o la foto del festín que ha colocado por cualquier vía a su alcance el imbécil de turno que prefiere que se le enfríe el chuletón antes que el aberrante hecho de no poder colgar una foto del mismo; y es que una comida, un manjar o una salida con los amigos no existe si ninguno, en su borrachera virtual de ego, no enseña al resto del mundo lo bien que se lo está pasando en el momento. Y cualquiera de estos hechos es suficiente para dejar a alguien con la palabra en la boca, o compartir una agradable taza de café con unos amigos mientras nadie en la mesa dice ni una palabra, absortos como están todos contemplando las pequeñas pantallas de su "smartphone" (no puedo denominarlos "teléfonos inteligentes: me niego a creer que puedan serlo en muchas ocasiones bastante más que sus propietarios). "Tenemos que repetirlo" decía una chica rubicunda en la última tertulia virtual que tuve ocasión de presenciar; "pero cada uno en su casa, que tampoco va a haber tanta diferencia y os ahorraís las consumiciones", pensé yo para mis adentros mientras no podía por menos que descojonarme ante tamaña estupidez.
Tampoco es desdeñable el apreciable incremento del déficit de atención que sufrimos en nuestros días. Ahora me viene a la mente aquellas regañinas de mi abuela, con amenaza de zapatilla incluída, cuando de joven le contestaba sin apartar la mirada de la televisión. Recuerdo que si algo le sentaba mal, era que una persona no la mirase cuando la estaban hablando. Entonces, yo no entendía bien de qué iba todo aquello; pero hoy en día a la luz de los años que ya voy luciendo, puedo darme cuenta de la tremenda falta de respeto que supone el no mirar a alguien cuando te habla. Esto tan sencillo es algo que se obvia a diario sin que se tenga en cuenta el desprecio en el que se está incurriendo para con el otro. Nunca he podido mantener dos conversaciones simultáneas, no por incapacidad, si no por respeto a quien me está hablando, ni puedo estar cotilleando en cualquier red social al mismo tiempo que mantengo una conversación con alguien, por el mismo motivo. Más veces de las que quisiera, he podido percatarme de que la persona con la que hablo se halla enfrascada en otras lides ajenas a la charla, porque es algo que se nota a la legua, sobre todo cuando conoces minimamente a tu interlocutor, aunque tenga que hacer uso de mi más que dilatada paciencia y nunca diga nada, que una cosa es ser paciente y otra gilipollas. Y en todas esas ocasiones doy gracias a quien corresponda por no haber inventado aún un lector simultáneo de mentes, porque creo que más de uno iba a dejar de dirigirme la palabra si supiera lo que en ese momento se cruza por mi cabeza. Comprendo que los tiempos han cambiado, que hay que ser flexible con los comportamientos ajenos para que puedas pedir que sea de igual manera con los tuyos, pero no acierto a comprender que estés entregando con todo el cariño del mundo una parte de tu tiempo, que es la posesión más valiosa que puede poseer el ser humano, y que la gente se pase ese don por el santísimo arco del triunfo y decida compartirte en ese momento con el chuletón del imbécil. El hecho de que sea algo generalizado, no confiere validez a este comportamiento totalmente alejado de las más elementales normas de educación. Y lo más curioso de todo es que, si se produce estando presente la persona, sea un comportamiento que no se tolera. Resulta descojonante que pidas que te miren cuando hablas para, acto seguido, mantener una conversación telefónica mientras le aprietas al "Like" ¿se puede pedir algo que no se da?; yo creo que no. Si mi pobre abuela levantase la cabeza, le iba a faltar suela para tanto zapatillazo.
Creo que sería conveniente revisar nuestros hábitos, y empezar a conciliar el uso de las nuevas tecnologías con las normas de educación. No es algo tan difícil y nos puede evitar más de un encontronazo. Solamente hay que sopesar en la escala de valores y perguntarse si el tiempo de esa persona vale lo mismo para ti que el consabido chuletón del imbécil, y obrar en consecuencia, Yo tengo mi respuesta clara.