Tengo que admitir, además sin mucho esfuerzo, que en muchas cosas debo definirme como alguien, cuanto menos, peculiar. Son muchas las veces en las que me sorprendo con algún tipo de pensamiento que se podría calificar de trasnochado, no por su contenido caduco, si no por la forma en que elaboro y llego a tales conclusiones. Y es que mis procesos mentales son bastante difíciles de entender, aunque sean explicados. Su naturaleza es simple, nada intrincada, pero la consecución suele ser sorpresiva, por dilatarse tanto en el tiempo que, en la mayor parte de los casos, para cuando llegan al fin a puerto han transcurrido en el mejor de los casos algunas horas; en la mayoría de ellos unos cuantos días. Así que cuando tengo a alguien lo suficientemente cerca como para escucharme pensar en voz alta (otra de mis delirantes costumbres), tengo que asistir al gesto asombrado del pobre receptor. Tras dar las preceptivas explicaciones que, sean o no pedidas, son cuanto menos necesarias para evitar que me coloquen esa camisa de fuerza que (sic) sin duda tantas veces merezco. Lo más frecuente es que me espeten a modo de pregunta retórica un “¿ Y ahora a qué viene eso ?”, o a su hermano gemelo: “¿ Y ahora te acuerdas de eso ?”, a lo que tengo que responder con un encogimiento de hombros que a fuerza de pura reiteración me sale ya automático, acompañándolo de un pequeño atisbo de contrasentido que, como le sucede al escorpión, solo se puede entender como uno de las excentricidades que adornan mi persona: “es mi naturaleza”, que diría el pobre bicho.
Explico todo esto porque fue algo que me sucedió hace un par de días, mientras mantenía una conversación con alguien, acerca de una cita en latín que había podido leer en el asiento de una motocicleta y que, por los motivos que arriba he expuesto, volvió a dejar perpleja a mi receptora. Y no hubiera dejado de ser una de las tantas si no hubiese servido de mecha o, si se prefiere, de hilo conductor a la segunda parte de la conversación (otra más de las brillantes agudezas que tiene a bien regalarme tantas y tantas veces, y que me está sirviendo de tan importante guía en estos tiempos oscuros: no dispondría con dos vidas más que tuviera del tiempo necesario para agradecérselo). Tras el inevitable encogimiento de hombros, me espetó una queja plausible y lógica, en la que yo no había caído, pero que podría resultar más que generalizada y, por el respeto que me merecéis todos aquellos que formaís parte de ese cincuenta por ciento de este pequeño trozo de mi alma que voy desgranando renglón a renglón (y pensando sobre todo, si me permitís la leve discriminación, en mi querido heraldo, capaz de decirme las cosas que necesito y no solo las que me gustaría escuchar), no quiero dejar sin aclarar.
Sé que la frecuencia con la que he insertado algún escrito en estos últimos tiempos no ha sido ni siquiera aceptable, no me duelen prendas en admitirlo: algo contrario sería de una desfachatez inusitada. En mi descargo, tengo que alegar que estos no han sido los mejores momentos de mi vida, que salvo en la faceta afectiva (en todas sus vertientes), está atravesando un valle sombrío del que poco a poco estoy comenzando a salir. En estas circunstancias, poco o nada recomendable para mi salud sería el haber escrito; tal y como le pasase en su día a Semprún (salvando las diferencias con el maestro), he vivido un periodo en el que he tenido que decidir entre la escritura o la vida. Él, durante más de veinte años, tuvo que reprimir el ansia de escribir, como medida de protección para no perder la razón, tras su salida del campo de concentración de Buchenwald.
Hay muchos escritores (y algunos escribidores entre los que me cuento), que son incapaces de separar lo personal de lo escrito; por contra, se utiliza la pluma para la comprensión, la reflexión o el exorcismo de fantasmas. Es este un ejercicio altamente gratificante, pero en extremo doloroso. Cuesta mucho escribir sobre algo doloroso, sobre todo cuando se deben observar con sumo cuidado cada arista, cada vértice y cada vórtice, cada lado y cada uno de los pequeños matices que suelen comprender las complejas realidades. Así, escribir se convierte en algo inaudito que, en ese momento, solo puede conducir a la senda del dolor, alejado de cualquier atisbo de solaz.
Por eso de mi prolongado silencio, que solo fui capaz de romper con unas reflexiones que me parecieron graciosas, y que por un momento me provocaron la sonrisa. Siendo cierto que, mirándolo con detenimiento, las leyes inexorables rompen un tanto la estética y el tono general del blog, me parecieron una forma graciosa de romper una tendencia oscura. Espero que nadie haya unido mi ausencia con la insustancialidad de las leyes... para pensar que ha dejado de ser importante para mí este pequeño pedazo de alma que comparto con quien tenga a bien perder en el unos instantes. Merced a mi heraldo, todo se ha curado y mi ánima se ha restablecido por completo. Nunca podré agradecerte todo lo que has hecho por mí, porque es tanto y tan continuo que necesitaría mucho más de lo que te puedo ofrecer.
Gracias por seguir ahí, visitando mi blog.
2 comentarios:
Es la hora del regreso:
el camino que verde desafiaba a la tarde
habrás de desandar en esta hora nocturna.
Te alumbrarán las débiles luciérnagas
y las cumbres lejanas vigilarán tus pasos.
Las mismas ramas, aún cuajadas de trinos,
te saldrán al encuentro.
¡¡Bienvenido, querido duende!!
Espero que hayas regresado para, de vez en cuando, dejarnos compartir tus vivencias o uno de esos .... procesos mentales.
Deseo que pronto pasen los "malos tiempos" y recuperes la tranquilidad.
Un abrazo.
Gracias por tu comentario. Te aseguro que he vuelto para quedarme. Poco a poco he ido recuperando la tranquilidad que tanto necesitaba gracias a una persona maravillosa, a la que adoro. Un abrazo y gracias por seguirme y por hacer también tuyo este pequeño pedazo de mi alma.
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