Hace pocos
días, he comenzado a leer un libro al que le tenía ganas desde hace tiempo: “El
largo viaje” de mi adorado Jorge Semprún. He vuelto sin proponérmelo a rencontrarme
con la prosa elegante y vigorosa de uno de mis más adorados escritores, de esos
a los que, cuando se vuelve, te dan la sensación de no haberte ido jamás, de
haber regresado a casa. Vuelvo a ver sus pensamientos, sus cambiantes estados
de ánimos, sus anamnesis (como él prefería, en lugar de simples recuerdos) y me
encuentro con un calco de los míos, y siento renacer las razones por las que un
día, hace ya más de dos décadas, comencé a escribir.
Resulta
chocante como descubrí hace ya doce años, a este fenomenal escritor que, como
suele pasar con muchos de nuestros insignes artistas, son más reconocidos fuera
que dentro de nuestras fronteras. En aquel tiempo, me llegó por recomendación
de un librero amigo, el que habría de ser mi libro de cabecera durante años y
mi predilecto durante toda mi existencia: “La escritura o la vida”. En él,
narraba sus vivencias en el campo de exterminio de Buchenwald, mezcladas con
los íntimos sentimientos que se movieron en su interior. Semprún es un escritor
de los que siempre van de fuera hacia el interior: no hay vivencia externa que
no le lleve a una acertada reflexión interior, lo que, unido a su prodigiosa
capacidad de novelización, convierte
cualquier obra suya en un canto a la belleza literaria: en algo que sabes que
vas a poder leer pero que jamás alcanzarás a escribir. Ante todo esto, no pude
por menos que rendirme a los encantos de la prosa fulgurante e intimista,
haciéndome disfrutar de una experiencia que aún hoy, todavía me cuenta
entender. Lo insigne de este libro es que el autor lo llevó dentro de sí más de
cuarenta años, sin atreverse a escribirlo: las vivencias fueron tan intensas
que le asustaba enfrentarse al exorcismo y no pagar el intento con su propia
vida (como le pasó a Primo Levi). Tuvo el acierto de saber cuando regresar a
los viejos barracones del campo de exterminio sin morir en el intento y, lo más
importante, supo exorcizar sus fantasmas y enseñarnos el camino a aquellos que
morimos en cada renglón, derramando tinta por nuestras venas.
Hoy,
como me pasara hace doce años, vuelvo a recorrer los renglones del viejo
maestro, a perderme en la Europa azotada por la guerra, a adentrarme en un
riquísimo mundo interior en el que la norma no es otra que la excelencia de las
palabras; a rodearme de recuerdos convertidos en analectas que, para los amantes
de la literatura, se constituyen en verdaderos dogmas de fe. Vuelvo a ti, amado
maestro, como los hijos de la mar, dejando atrás penurias y reflexiones oscuras,
ara que me tomes de la mano y me acerques a la luz, manteniendo la envidia y el
agradecimiento a partes iguales; envidia por tu sobrio y elegante manejo de la
palabra; agradecimiento, porque sin ti, jamás hubiera sabido porqué me
esforzaba en rasgar el mar blanco de papel para teñirlo con mis ideas, con esa
sangre negra y espesa que brota de mi pluma. ¡Gracias mentor! Nunca podré
devolver todas las enseñanzas que de ti saco, pero seguiré intentándolo : es lo
menos que puedo hacer por ti.
2 comentarios:
Jorge Semprún goza de reconocimiento ganado a pulso.
Pero a mi la palabra anamnesis me suena a cosa médica. Me gusta mucho más llamarlo RECUERDOS.
Tenemos la suerte de gozar de una lengua en la que tienen cabida todas las palabras, así que la eleción siempre queda en el hablante. Con algo así luchó Semprún toda su vida y eso es algo en lo que coincidimos él y yo. Muchas gracias por tu comentario.
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