Resulta evidente decir que, merced a
internet, las relaciones han cambiado. De los antiguos noviazgos por
carta, esos que alguna vecina, amiga, abuela,etc... nos han contado,
solo queda el dolor y la dificultad lógica de quien tiene al ser
amado lejos; porque eso no ha cambiado: se tienen más medios, más
formas de verse incluso, pero el pesar sigue siendo el mismo. Lo
mismo ha sucedido con todas las relaciones humanas que pueblan el
universo de nuestro interior: desde las laborales hasta las más
íntimas, todas se han visto por todas las formas de comunicación de
las que ahora disponemos, hasta llegar a dar incluso lugar a nuevas,
que siempre son apellidadas “virtuales”. Y estas han nacido
intentando suplir una de las carencias del ser humano más común y
extendida sin distinciones de nacionalidad, sexo o religión: la
soledad. Mucha gente con este tipo de problema ha corrido a
esconderse de una pantalla, llegándose esta a convertir en un modus
vivendi y completando un círculo de dependencia pernicioso para el
desarrollo de cualquier persona. Hace no mucho tiempo, yo fui una de
esas personas. En un momento delicado de mi vida, convertí la
pantalla en mi salvavidas: fueron unos tiempos convulsos. Lo cierto
es que todo aquello me ayudó mucho y saqué muy buenas amistades de
ello; pero con un denominador común: en todas ellas traspasé el
muro de píxeles para entablar una relación personal. Internet fue
el punto de inicio, pero lo refrendé con el contacto personal.
De todo lo anteriormente dicho extraje
una conclusión: si no hay amistad más allá de la pantalla, la
relación no es nada. “Te quiero mucho”, “te conozco desde hace
dos mil post, pero te quiero mucho” “te doy a todos los me gusta,
los +1 y por eso te quiero un montón” ¡Y encima hasta hay quien
llega a creerlo!. Hay gente que monta un castillo sobre ello sin
saber que es uno de arena. En innumerables ocasiones, llegan incluso
a aislarse, a dejar la realidad por esa virtualidad o hasta mentir a
los que quieren con tal de continuar elevando las almenas de ese
torreón imaginario. Y ese es el momento en que se debe tomar la
decisión de continuar así o de ir cambiando pequeñas cosas para
conseguir subvertir la situación y volver a tomar las riendas del
mundo en el que de verdad se mueven. Y deben decidir lo más rápido
posible, porque ese es el momento exacto en el que comienza un camino
sin retorno con realidades fingidas y relaciones en concordancia.
Internet puede ser un magnífico punto de partida, pero no se puede
convertir en el todo, o te verás irremisiblemente reducido a la
nada, cuando llegues a creerte a pie juntillas que los doscientos
ochenta y cuatro amigos del facebook son realmente eso: amigos.
Yo nunca fui de tener demasiados
amigos en las redes sociales, y así me sigo manteniendo. Intento,
eso sí, ser selectivo y agrupar en mis sitios a los amigos con los
que de verdad mantengo algún tipo de relación fuera de la red, en
un intento de darle verosimilitud a los sentimientos que se muestran
en cada mensaje, post, me gusta, +1 o cualquier otra forma de
interrelación. Y ahora puedo decir que realmente tengo a mi lado a
los que quiero y me quieren, no a los que me comentan lo genial que
soy. A lo largo de mi vida, normalmente por relaciones sentimentales
(casi exclusivamente por la primera y más perniciosa de ellas), he
ido perdiendo muchos amigos por el camino. Ha sido una larga y dura
criba en la que pienso que han quedado los mejores. En los peores
momentos, siempre me han acogido; me han dado de fumar cuando sabían
que recogía colillas por la calle, de comer cuando les constaba que
el mejor de los días solo comía una vez porque no tenía para más;
me han dado cariño y grandes lecciones de lealtad y de amistad, de
esas que nunca olvidaré. Lejos de sentirme avergonzado y callarme
que haya llegado a tales extremos, lo digo con dignidad y orgullo,
por la fortaleza de la que he hecho gala para salir adelante y por
la suerte que he tenido por contar con personas como ellos: personas
de esas que te dan un like, pero que después te llaman para que
recojas un plato caliente y lo hacen con el tacto necesario para no
herir jamás tu sensibilidad ni tu orgullo. Esos, perdonadme, no
pueden ser los mismos que te dicen lo mucho que te quieren y te ven
en el mejor de los casos una vez al año, o se pasan tiempo sin
llamarte por no tener tiempo, aunque luego los veas conectados
siempre que apareces por las redes.
Iniciar un camino como el que yo hice
hace tiempo no es nada fácil, ya que siempre hay un precio que
pagar, como todas las cosas de esta vida. En este caso, el peaje que
debes abonar no es otro que el de los momentos de soledad. Todos
llevamos una vida más o menos frenética, lo que hace que hayan
determinados momentos en los que no puedes encontrar a alguien, no
porque ellos no acudan si los necesitas, si no por la sencilla razón
de que hay muchos instantes en los que no quieres sacarles de sus
quehaceres cotidianos, lo que te lleva invariablemente a esas noches
solitarias, en las que necesitarías un abrazo que al final nunca
resulta ser recibido. Se cambian lágrimas calladas y solitarias por
abrazos cálidos de regazo amigo, todo con un simple fin: no
preocupar. Además, si a esto le unes multitud de cicatrices que
cruzan cara, cuello, torso, corazón, alma... el resultado es
invariablemente esas noches en las que he silenciado sentimientos
ayudado por la amante perfecta. He coqueteado más de una vez con
ella al filo de la medianoche; he mirado con deseo su invitación,
saboreado cada uno de los besos que me ha dado, para ser rechazado
después, postergando nuestro final encuentro para un día más
apropiado, en el que solo se escuche en la habitación el eco de los
latidos de mi corazón cansado. Y tengo que deciros que no he dejado
de mirarla, de ver sus ojos oscuros que me invitan a las vez que me
dicen “espera”. No temo el momento, ni el lugar que decida, ni la
forma o el modo de verla: solo me mantiene con una natural angustia
la espera. Quizás valga la pena cruzar el umbral, solo a cambio de
reposo; un descanso que busco y anhelo cansado como estoy de tanta
lucha.
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