La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

viernes, 7 de marzo de 2014

ALMA DE DUENDE I (EL MIEDO DEL DUENDE)

Recuerdo aquel momento, como si fuera ayer mismo cuando sucedió. Era por la tarde y casi me aventuraría a decir la hora, pero tampoco es demasiado relevante. Echando la vista atrás, se ve el paso tan veloz del tiempo que asusta, haciendo que parezca algo próximo, pero fue el día 14 de agosto de 1985 cuando escribí mi primer escrito bajo el seudónimo, entonces no publicitado ni conocido por nadie, de Duende Satírico: ¡más de 28 años ya!. Y es que aquel verano fue el de mi despertar en muchos sentidos, pero el más significativo fue el literario, que me llevó a escribir la friolera de ¡tres escritos! aquel mes. Eran tiempos bisoños, en un Valladolid adolescente, con la carne de gallina por las explosiones hormonales que producían aquellos tiernos sentimientos que comencé a plasmar en unas hojas de papel. “El parque” fue el primero de mis escritos, dedicado a un parque que había en mi barrio, en el que pasé mi mas tierna puericia y que, con el paso del tiempo, estaba olvidado y solo. El seudónimo nació como algo natural, y fue curioso; pero es que tras la última palabra del escrito, de una forma involuntaria, en el lugar destinado a la firma, escribí mecánicamente “Duende Satírico”, y así de abrupto y espontaneo fue su nacimiento. El origen se debe al libro que aquel verano me estaba leyendo y que, con el paso de los años, se convirtió en uno de mis libros de cabecera: “Los artículos de costumbres” de Mariano José De Larra. Desde aquel momento, se produjo un desdoblamiento de mi alma, pasando el Duende a ser el testigo de todos los miedos, ansiedades, momentos dolorosos y ruegos a la vida para conseguir fuerzas que me hicieran seguir adelante. Se convirtió en el encargado de exorcizar fantasmas, que es al fin y al cabo el motor de mi pobre vida de escribidor; y es que, debo admitirlo, hay muchas vivencias que no comprendo hasta que las he escrito, y otras muchas de las que no he llegado a ver todo el alcance, el trasfondo que contenían hasta verlas plasmadas en un folio. Y es que mi torpe experiencia literaria nació como su artífice: con un objetivo muy modesto, que no es otro que el de ayudar a comprender el mundo, aunque al principio y bajo la luz de los bríos juveniles, en esa fábrica de sueños rotos que es la adolescencia, me imaginara alguna vez viviendo de mis escritos. Fue por entonces cuando comencé a escribir en un pequeño periódico local, en el que comencé una columna que aún por otro medio mantengo viva: “Vientos Maestrales”. Ciertamente, la escritura no ha sido mi leif motiv, pero no cabe duda de que lo ha alimentado y que ocupa un lugar importante en mi vida.

Como dije en el párrafo anterior, mi blog, “Vientos Maestrales”, no es si no la continuación de aquella labor que comencé en años bisoños pero que, por el formato y la difusión, presenta unas ciertas particularidades que están haciendo de la experiencia algo único. Confieso que tuve que vencer el pudor inicial de desnudar el alma delante de todo el que tenga a bien perder un momento interesándose en algo de lo que escribes. Al fin y al cabo, cualquiera que escriba tiene que tener en cuenta esto, y saber vencer el sonrojo que ello provoca. No es algo fácil, pero resulta satisfactorio, hasta cuando son críticas lo que llueven. Lo cierto es que, cuando pasa el tiempo, llega a convertirse en algo inherente al íntimo acto de escribir, aunque sea lejos de cualquier atisbo de ego. Aunque eso, como ahora voy a narrar, puede convertirse en un obstáculo a la hora de crear.

Y es que hubo un momento particularmente doloroso en lo personal en el que varias personas (quiero imaginar que movidas por intereses loables exentos de cualquier tipo de acritud y por el cariño que me profesaban), que comenzaron a censurarme el que escribiera algo, la forma de hacerlo o el que no lo hiciera (que también hubieron bastantes quejas al respecto), lo cual motivó que perdiera la perspectiva. En un momento mental patético, sin fuerzas ni resistencia alguna, todas estas protestas hicieron que el Duende tuviese miedo a salir, que borrase infinidad de frases una vez escritas, pensando en que molestarían a tal o cual persona; se fue acotando mi libertad a la hora de redactar y, lo que es peor, provocaron el efecto contrario, moviéndome a publicar cosas que jamás debería haber permitido que nadie leyese, por el efecto “Olla a presión”.

Y fue en este mismo instante en el que Carlos tomó las riendas y terminó de estropearlo, al instrumentalizar la figura del Duende, utilizándolo de arma arrojadiza, cuando nunca debería haber permitido que no fuera otra cosa que lo que siempre había sido: la vía perfecta para ir exorcizando miedos. Me herí, herí al Duende y, lo peor, herí a terceros, pese a tener más o menos razón ya que eso ahora no importa, pero a los que nunca debí someter a tal sufrimiento. Y por todo esto, poco a poco mi alter ego se fue escondiendo, acurrucado en un rincón, preso del pánico que le provocaba salir de su refugio; no solo no salió, si no que se fue ocultando cada vez más hasta que llegó el día en que algo que amaba, que me llenaba y me hacía sentir feliz, pasó a ser incómodo y doloroso. Por primera vez desde que tenía dieciseis años, experimente rechazo y asco por cualquier cosa que tuviera que ver con la escritura.

Aún no sé si todos esos sentimientos negativos han sido vencidos, si lo serán algún día o si tendré que aprender a convivir con ellos, pero lo que sí tengo claro es que voy a intentarlo con todas mis fuerzas y con la lección aprendida, para no volver a dejar que la inmundicia de muchos de los pasajes de Carlos contagien al Duende. Espero poderlo conseguir, porque si algo necesito ahora mismo es a ese viejo amigo que me explica todo lo que no sé de mí.

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