Recuerdo aquel momento, como si fuera
ayer mismo cuando sucedió. Era por la tarde y casi me aventuraría a
decir la hora, pero tampoco es demasiado relevante. Echando la vista
atrás, se ve el paso tan veloz del tiempo que asusta, haciendo que
parezca algo próximo, pero fue el día 14 de agosto de 1985 cuando
escribí mi primer escrito bajo el seudónimo, entonces no
publicitado ni conocido por nadie, de Duende Satírico: ¡más de 28
años ya!. Y es que aquel verano fue el de mi despertar en muchos
sentidos, pero el más significativo fue el literario, que me llevó
a escribir la friolera de ¡tres escritos! aquel mes. Eran tiempos
bisoños, en un Valladolid adolescente, con la carne de gallina por
las explosiones hormonales que producían aquellos tiernos
sentimientos que comencé a plasmar en unas hojas de papel. “El
parque” fue el primero de mis escritos, dedicado a un parque que
había en mi barrio, en el que pasé mi mas tierna puericia y que,
con el paso del tiempo, estaba olvidado y solo. El seudónimo nació
como algo natural, y fue curioso; pero es que tras la última palabra
del escrito, de una forma involuntaria, en el lugar destinado a la
firma, escribí mecánicamente “Duende Satírico”, y así de
abrupto y espontaneo fue su nacimiento. El origen se debe al libro
que aquel verano me estaba leyendo y que, con el paso de los años,
se convirtió en uno de mis libros de cabecera: “Los artículos de
costumbres” de Mariano José De Larra. Desde aquel momento, se
produjo un desdoblamiento de mi alma, pasando el Duende a ser el
testigo de todos los miedos, ansiedades, momentos dolorosos y ruegos
a la vida para conseguir fuerzas que me hicieran seguir adelante. Se
convirtió en el encargado de exorcizar fantasmas, que es al fin y al
cabo el motor de mi pobre vida de escribidor; y es que, debo
admitirlo, hay muchas vivencias que no comprendo hasta que las he
escrito, y otras muchas de las que no he llegado a ver todo el
alcance, el trasfondo que contenían hasta verlas plasmadas en un
folio. Y es que mi torpe experiencia literaria nació como su
artífice: con un objetivo muy modesto, que no es otro que el de
ayudar a comprender el mundo, aunque al principio y bajo la luz de
los bríos juveniles, en esa fábrica de sueños rotos que es la
adolescencia, me imaginara alguna vez viviendo de mis escritos. Fue
por entonces cuando comencé a escribir en un pequeño periódico
local, en el que comencé una columna que aún por otro medio
mantengo viva: “Vientos Maestrales”. Ciertamente, la escritura no
ha sido mi leif motiv, pero no cabe duda de que lo ha alimentado y
que ocupa un lugar importante en mi vida.
Como dije en el párrafo anterior, mi
blog, “Vientos Maestrales”, no es si no la continuación de
aquella labor que comencé en años bisoños pero que, por el formato
y la difusión, presenta unas ciertas particularidades que están
haciendo de la experiencia algo único. Confieso que tuve que vencer
el pudor inicial de desnudar el alma delante de todo el que tenga a
bien perder un momento interesándose en algo de lo que escribes. Al
fin y al cabo, cualquiera que escriba tiene que tener en cuenta esto,
y saber vencer el sonrojo que ello provoca. No es algo fácil, pero
resulta satisfactorio, hasta cuando son críticas lo que llueven. Lo
cierto es que, cuando pasa el tiempo, llega a convertirse en algo
inherente al íntimo acto de escribir, aunque sea lejos de cualquier
atisbo de ego. Aunque eso, como ahora voy a narrar, puede convertirse
en un obstáculo a la hora de crear.
Y es que hubo un momento
particularmente doloroso en lo personal en el que varias personas
(quiero imaginar que movidas por intereses loables exentos de
cualquier tipo de acritud y por el cariño que me profesaban), que
comenzaron a censurarme el que escribiera algo, la forma de hacerlo o
el que no lo hiciera (que también hubieron bastantes quejas al
respecto), lo cual motivó que perdiera la perspectiva. En un momento
mental patético, sin fuerzas ni resistencia alguna, todas estas
protestas hicieron que el Duende tuviese miedo a salir, que borrase
infinidad de frases una vez escritas, pensando en que molestarían a
tal o cual persona; se fue acotando mi libertad a la hora de redactar
y, lo que es peor, provocaron el efecto contrario, moviéndome a
publicar cosas que jamás debería haber permitido que nadie leyese,
por el efecto “Olla a presión”.
Y fue en este mismo instante en el que
Carlos tomó las riendas y terminó de estropearlo, al
instrumentalizar la figura del Duende, utilizándolo de arma
arrojadiza, cuando nunca debería haber permitido que no fuera otra
cosa que lo que siempre había sido: la vía perfecta para ir
exorcizando miedos. Me herí, herí al Duende y, lo peor, herí a
terceros, pese a tener más o menos razón ya que eso ahora no
importa, pero a los que nunca debí someter a tal sufrimiento. Y por
todo esto, poco a poco mi alter ego se fue escondiendo, acurrucado en
un rincón, preso del pánico que le provocaba salir de su refugio;
no solo no salió, si no que se fue ocultando cada vez más hasta que
llegó el día en que algo que amaba, que me llenaba y me hacía
sentir feliz, pasó a ser incómodo y doloroso. Por primera vez desde
que tenía dieciseis años, experimente rechazo y asco por cualquier
cosa que tuviera que ver con la escritura.
Aún no sé si todos esos sentimientos
negativos han sido vencidos, si lo serán algún día o si tendré
que aprender a convivir con ellos, pero lo que sí tengo claro es que
voy a intentarlo con todas mis fuerzas y con la lección aprendida,
para no volver a dejar que la inmundicia de muchos de los pasajes de
Carlos contagien al Duende. Espero poderlo conseguir, porque si algo
necesito ahora mismo es a ese viejo amigo que me explica todo lo que
no sé de mí.
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