Siempre hay algo que agradecer.
Si un rasgo ha acariciado siempre mi forma de ser, es el de saber que tras
cualquier situación, por mala que sea, siempre hay un pequeño resquicio que,
benevolentemente, llamamos “lado bueno”, para poder continuar adelante sin dejarnos
la vida en el intento, aunque en demasiadas ocasiones, se nos vaya quedando el
alma. Tardas en darte cuenta, en encontrarlo, y ese supongo que es el principal
componente del tiempo de duelo.
Así me encuentro yo ahora,
mirando, rebuscando, olisqueando entre la inmundicia de mis recuerdos y
sentimientos muertos, intentando hallar ese pequeño detalle de gracia que me
permita continuar. Hasta ahora no he tenido demasiada suerte, y sigo penando
por los días, perdiendo el tiempo de mi vida, que se me va escapando entre los
dedos, sin que pueda hacer nada por evitarlo. Y es que he llegado a la
conclusión de estar huero por dentro, perdido y sin esperanza, mirando hacia el
horizonte de un océano que te ha tornado a la luz del sol como una masa de
sangre en la que se va ahogando mi existencia. Pero tengo que ser agradecido, y
dar mis más efusivas congratulaciones, para no parecer descortés por el favor
otorgado; para no levantar ampollas ni lanzar acusaciones que puedan dar lugar
a un sentimiento de culpabilidad inexistente y que, como en todas las cosas que
no son, resulta absurdo detenerse.
De modo que, llegado a este punto,
debo agradecer que me hayan extirpado el alma, que en pedacitos reposa en el mismo cajón en el que guardo el álbum de
fotos. Sin ella, el corazón ha pasado a tomar su definición anatómica exacta:
se ha quedado en un músculo, sin más; un músculo tonto e insensible que
funciona por inercia. ¿y qué es lo que hay que agradecer en todo esto?; la
respuesta es bien sencilla: Gracias a todo esto, no me lo van a poder romper
más. Viendo cómo estoy y cómo lo estoy pasando, realmente eso es una suerte.
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