Creo que a nadie que me conozca se le
escapa que no estoy pasando precisamente lo que se llama un momento
dulce. Ahora mismo me encuentro en unas circunstancias en las que no
tengo peor enemigo que yo mismo, ni persona que peor me trate que ese
que cada mañana se asoma al espejo a enseñarme, sin paliativos, la
cara de un hombre derrotado. Hace ya bastante tiempo que llevo un
semi retiro de charlas nocturnas, porque considero que alguien que
solo puede aportar amargura, lo mejor que puede hacer es retirarse en
silencio, a ladrarle a la luna y a mostrarle solo a ella las lágrimas
que cada día, sin excepción alguna, me siguen acompañando. Y es
que a nadie le gusta mostrar el lado derrotado de su cara, el páramo
yermo y hostil en que se ha convertido un interior devastado. De la
misma manera, con mis amigos cercanos me sucede lo mismo: rehuyo del
contacto por no tener nada que aportar, por considerar que en estos
instantes no soy si no una carga que solo puede añadir tristeza a
una situación que, en mayor o menor medida, lo que necesita es gente
que aporte todo lo contrario a pesadumbre, tristeza y soledad. En
cuanto a la escritura, siento que tengo un bloqueo motivado por la
situación en que me encuentro, y que me convierte en un ágrafo
monotemático incapaz de redactar dos lineas sin que toda la
sensación de abulia y melancolía rezume por los cuatro costados,
provocándome aún más dolor al obligarme a mirar a la cara a mis
fantasmas, así que he desistido de intentarlo hasta que no vaya
pasando el tiempo y comience a sentir que tengo las fuerzas
necesarias para abstraerme de mi realidad y comenzar a retomar la
senda del deleite que provoca el escribir. Esta es la situación en
la que ahora mismo se encuentra el Duende Satírico. Y tengo la
sensación de que todo esto va a ser algo que me acompañe aún por
una larga temporada.
Ayer me pasó algo que me hizo pensar
en todo esto. Fui a ver a un amigo, a un hermano de esos que hay
pocos, de los que siempre tienen la sonrisa presta, los brazos
abiertos y la palabra justa, aunque no sea esa la que quieres, pero
sí la que necesitas escuchar. Me recibió con palabras de reproche,
por toda la tristeza que estaba destilando las cosas que de mí iba
leyendo y, aunque fueron pocas y enseguida retomó la conversación
por derroteros más amables, su mirada me lo dijo todo: sentía
preocupación y cierta dosis de angustia por mí. Su mujer
(maravillosa persona, de las que tienen valores envidiables), se tuvo
que marchar, no si antes prometerme que la iba a escuchar en cuanto
tuviera la ocasión de poder hablar conmigo, y dejándome con la
espada de Damocles de la perorata que me espera, marchó. Y sé que
es de las que cumplen su palabra, así que no me cabe la duda de que
así será, y por ello solo puedo agradecerle el cariño que va
implícito en esta actitud, bañada de una preocupación por alguien
a quien, de este modo, le está demostrando un cariño que, como
receptor, no puedo más que agradecerle. Y todo esto me hizo tomar
consciencia de que hay días que escribo cosas tan terribles que lo
único que estoy consiguiendo es preocupar a los que bien me quieren.
Hasta ahora no me había dado cuenta de ello, supongo que por la
comparación entre lo que me digo para mis adentros y lo que dejo que
se vea, bastante más suave, menos cruento y más comedido.
Creo que procede pedir una disculpa a
todos los que estoy preocupando con mi comportamiento y aislamiento,
pero es realmente me sale así. Un corazón no se muere cuando deja
de latir, si no cuando ha perdido el motivo por el que latir. Y
resulta tremendamente duro asomarse cada día al espacio de sus ojos,
sin llegar a verlos; acampar fuera de la patria de su piel, que es la
única tierra que conozco como mía, mientras espero a ver su imagen
reflejada en el espejo, situándose junto a mí. Y es que resulta
doloroso ser apátrida mientras añoras volver al olor, al calor, a
las miradas cómplices y las sonrisas que hacen que salga el sol. El
sábado hice algo estúpido, por lo que luego me disculpé, motivado
solo por lo que me provocó el ver a mi hija llorando conmigo por lo
que ambos la echábamos de menos, y su angustia por ver a su padre
llorar desconsoladamente, como si fuera un niño, algo a lo que no
está acostumbrada. Y es que todo lo que ahora mismo estoy haciendo
es provocar dolor y sufrimiento a mis seres queridos. Es por todo
esto que quiero pediros disculpas, y prometer que algún día, os lo
devolveré, aunque esta sensación siempre me acompañe, porque si
algo tengo claro es que tengo que enseñarme a vivir con ello, ya que
desterrarlo o superarlo es del todo imposible, enterrado en una
eterna melancolía y la terrible añoranza del ser amado, que voy a
llevar en mi alma hasta el día en que muera.
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