La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

jueves, 10 de abril de 2008

La triste fuerza de los ojos

Quizás, o por lo menos así me lo parece a mí, el mayor de los miedos que pueden acuciar a una persona es aquel referente a la pérdida de un ser querido (sobre todo si es un familiar directo o es considerado como tal), del que normalmente se rehuye hablar por aquello de los miedos atávicos que, hasta los más descreidos, llevan latente en la educación recibida por los ascendientes, sin que se pueda hacer nada por evitarlo, colegirlo o, al menos, mitigarlo; “No sé lo que haría si...” u otras frases por el estilo suelen ser las tempranas tumbas de todo ese tipo de discusiones, como si rindieran tributo a la materia a la que están haciendo alusión, matando cualquier atisbo de conversación coherente, domeñados por un temor que no saben reconocer; pero al que conocen muy bien.

No se puede negar que en ello quizás se encuentre una mezcolanza de diversos elementos, a cual más irracional: la mala suerte, mal disfrazada de respeto es un ejemplo; la espiritualidad desmedida es otra... y así hasta completar una amplia lista de imprecisos motivos por los que callar.

Tengo un amigo que ha sido durante muchos años soldado de élite de los cuerpos especiales de la legión (el equivalente español del boina verde americano, para que se me entienda mejor). Ha tenido la ocasión (?) de estar en todas las guerras de los últimos quince años, en calidad de mercenario apátrida, realizando misiones de esas que no suelen salir en los telediarios y que se llevan con la discrección e impunidad que dan los fondos reservados; estoy hablando pues de una persona curtida en el tema de la muerte, y versada en su práctica. Pese a su currículo, resulta casi cómico verle palidecer cuando se le dice que hay que ir a dar un pésame a algún amigo común: en su cara se puede ver el miedo a atraer cualquier tipo de malfario por el simple hecho de poner un pie en un tanatorio. Restos de una educación que ya no se da, que ya no se pide, que no se detecta pero que, a veces, se añora sobremanera.

Todas estas cosas pensaba cuando el domingo veía por la tele a un grupo de personas (amigos y familiares casi todos) que rezaban en una imagen retrospectiva por la aparición con vida de Mari Luz, esa pequeña onubense que nos tuvo durante un mes con el corazón en un puño, y que al final, por desgracia, fue hallada muerta en un río, asesinada por un malnacido con pinta de imbecil que, no sólo no lo era, si no que además tiene la inteligencia necesaria para eludir las condenas por causas pendientes, estafar y robar a la gente y, lo que es más grave, para acosar a pobres niños para satisfacer unas ansias desmedidas de sexo que ni siquiera paran varas en la corta edad de sus víctimas, ni en su inocencia interrumpida abrupta y salvajemente, ni en lazos familiares (de hecho había perdido la tutela de su hija por haber intentado abusar de ella). Para ese tipejo sin escrúpulos, lo único importante era acercarse a las pequeñas para lograr un placer que, por más que intento pensar, no encuentro dónde puede residir. Volviendo al caso que me ocupaba, el grupo aquel del que comencé a hablar al principio de este párrafo, expresaron el desencanto que habían sufrido al enterarse del hallazgo del cuerpo de la pequeña en el agua; algunos no daban crédito a lo sucedido, y se pensaban traicionados por su fe; otros, buscaban un porqué a la actuación divina y querían comprender sin conseguirlo cómo Dios lo había permitido, y proferían entre sollozos esta misma pregunta, si encontrar, por supuesto, la respuesta. Otro nutrido grupo de ellos, ya había superado ambas fases, y comenzaban sus integrantes a rezar por el alma de la hija de su pastor. Todos se encontraban desorientados, todos se sentían defraaudados; pero, por curioso que parezca, ninguno pensaba en abandonar, en pedirle cuentas a su creador ni, por descontado, en darle la espalda. No me cabe la menor duda de que, a día de hoy, toda la congregación se encentran ya en la última fase de aceptación y ruegan a diario por la salvación de la pequeña, encontrando en ello un alivio superior al que les podría dar cualquier fármaco.

Pasando por alto la discusión filosofico-teológica acerca de la existencia de un ser superior que puede tener tantos nombres y formas, morfologías y tradiciones como distintas civilizaciones han existido sobre la tierra, lo más importante de todo esto es que todas esas personas han encontrado algo que les ayuda a llevar de mejor grado las vicisitudes que la vida nos sirve a todos, regadas con su mejor vino para que se puedan digerir con más facilidad. No importa nada que sus creencias se acerquen a una u otra doctrina, ni que sea la suya la religión verdadera; ni siquiera que una vez salgan de su lugar de reunión, pongan con mayor o menor asiduidad sus enseñanzas en práctica. Lo que es realmente digno de elogio y, si me apuran un poco, de envidia, es el hecho de que en esas gentes pude observar la misma fuerza y determinación que se supone hicieron gala los primeros cristianos cuando se enfrentaron cantando al variopinto y macabro abanico de horrendos martirios que los romanos les tenían dispuesto. En un mundo cada vez más vacío, más deshumanizado, que busca la tecnificación en detrimento de lo humanístico, con el peligro moral que ello conlleva, nadie puede quedar impasible ane tal mustra de fe; nadie puede por menos que envidiar a aquellos que la poseen. Ninguna persona puede quedar impasible ante la triste fuerza de los ojos del pastor, que ha tenido que superar el trago más amargo que cualquier ser humano tenga que pasar: el de enterrar un hijo. Dichosos aquellos que la poseen, y que pueden hacer uso de ella en los momentos más terribles. Desdichados los que deban usarla para poder seguir respirando cada día, aunque el oxígeno les sepa a hiel. Malditos los malnacidos que pululan por el mundo derrochando maldad, y que ni siquiera se paran a ver si la principal victima de la parte oscura de su condición humana es tan solo un niño. Espero que las palabras que me transmitieron mis ancestros sean ciertas; y que fuera verdad que una vez hubo un Dios que se disfrazó de hombre para, con sus predicamentos, intentar salvarnos, y que realmente profiriera hace ya varios siglos aquellas palabras: “ay de aquellos que osen escandalizar a alguno de estos pequeños: más les valdría no haber nacido...”