La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

domingo, 24 de enero de 2010

AL FILO DE LA MADRUGADA



Mientras a través de la ventana, corre sin cesar, inmisericorde, la madrugada que descubrí ese mensaje que me recordaba lo que pudo haber sido, recordándome la tristeza de ser a veces mortal y humano, la desgarrada voz de Sabina va recorriéndome la piel mientras la pluma translitera estos sentimientos, huérfanos por hallarse lejos de ti. La voz del maestro desgranando vidas y sangres ajenas que siento como propias, el sol intentando despuntar en sus primeros albures, unos tímidos rayos que rasguen las tinieblas, un café dispuesto a ser vaciado y la compañía de la vieja costumbre de emborronar folios: causas todas ellas favorables para encontrarme en un estado similar a lo que algunos podrían denominar felicidad; pero carezco de ese ruido leve de tus pasos por la habitación, de ese aroma a cariño y ternura que exhalas, de sentir ese abrazo que, viniendo desde atrás, desprenden tus hermosos brazos mientras se enroscan en mi cuello mientras miras por encima de mi hombro lo que escribo, mientras me regalas el beso que me hace retomar el camino al cielo que tantas veces he recorrido junto a ti, ese al que fui, al que voy cada vez que te veo, al que pienso volver mientras un hálito de vida siga moviendo este torpe cuerpo que y no me pertenece, que ya no respira, que ya no mora sino en el dulce horizonte de tu alma.


Y es que, aunque hoy no esté de moda decir todo esto que te digo, aunque los sentimientos y la ternura se encuentren cada día más desterrados de este tecnificado mundo en el que nos ha tocado vivir, menos humanista y más despiadadamente inhóspito, quiero confesarle a la madrugada que quiero a una mujer, de esas que solo con el simple hecho de pronunciar tu nombre, ya te hacen vivir el más dulce de los sueños. Quiero confesar que soy afortunado, por tener a alguien como tú, brillante y divina, diosa entre las mujeres y mujer entre las diosas. Si algún poeta hubiese querido escribir el poema perfecto, debería haber tomado como musa el fulgor de tus ojos. Si alguien quisiera haber sentido el amor perfecto, debería haber escuchado de tus labios dos simples palabras: “TE QUIERO”.


El final perfecto de cualquier sueño, la más dulce de las sonrisas, el más verde de los jardines, la risa de un niño, el olor a café recién molido, la más colorista de las utopías, la más hermosa de las flores, el amor de los poetas; todos ellos son oropeles que adornan tu alma, que la ensalzan, que la elevan por encima de cualquier mortal. Muchos pensaran que exagero, que solo soy un pobre vate loco, un enamorado aprendiz de escribidor adolescente que canta a su idealizada musa; pero ellos no conocen el brillo de tus ojos, el calor de tu risa, el roce de tus caricias: no pueden entenderlo, ni quiero ni pretendo que lo hagan. Solo pretendo que, en nuestro mundo, perdure un remanso alejado del resto, donde pueda alumbrarme con el brillo de tu piel, donde pueda decir que, como lo pienso, soy el más afortunado de los hombres, mi amor, solo porque te tengo, solo porque te siento, solo porque soy tuyo y porque me perteneces. Te amo con toda la fuerza que le es posible a mi alma, y quiero que esta sensación sea la que me asista en el momento final, para poder decir en el postrero instante que mi existencia valió la pena, solo porque a través del embravecido mar que tuve que surcar para ir a tu encuentro, fui por ti Odiseo, y tú, dulce Penélope que tejió y destejió un tapiz maravilloso en el que quedó plasmado nuestro sentimiento mutuo. Ni las Moiras podrían romper eso, porque, mi cielo, el amor que albergo es más fuerte que los hilos de Láquesis.


TE QUIERO, MI VIDA.