La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

lunes, 26 de enero de 2009

PLUMAS

Desde hace ya algún tiempo tengo una afición que, poco a poco, ha ido escalando posiciones entre mis favoritas hasta alcanzar uno de los primeros puestos en mi escalafón personal o, si lo prefieren, mi escala de valores. Me refiero a el coleccionismo de plumas, algo que mucho no entienden, pero que puede llegar a ser fascinante.

Mi primera aproximación se inició en mi adolescencia, cuando me regalaron una estilográfica de la marca Parker. Era negra, de plástico y con el clip de metal plateado. Ahora, cuando la veo, pienso que no era para tanto, pero en su momento fue para mí la más bonita del mundo, y supuso el principio de lo que iba a ser uno de los amores que más me ha durado. Poco a poco, con la incomprensión de muchos de los que me rodean (no comprenden qué puedo ver en las plumas), he ido aumentando mi colección. Muchas veces las miro, las saco del expositor, las limpio y encuentro un momento de placidez como pocos.


Creo que lo importante de cualquier afición es que satisfaga, que relaje, que constituya un oasis dentro de la intrincada vida que llevamos. Es todo lo que se puede pedir a una ocupación que nos proporcione una cierta dosis de placer y, aunque muchos de los que me rodean no lo entiendan, iniciar una página con una nueva pluma es un gozo para los sentidos: el color de la tinta y el trazo de la letra (que siempre cambia cuando se escribe con pluma) som un deleite para la vista: el ruidillo que provoca el plumín cuando acaricia el papel es música, una danza de dos enamorados, una fiesta privada, un vals divino, una prueba de amor en la que eres un invitado de lujo. El olor de la tinta despierta evocadoras anámnesis de otras vivencias y otros tiempos, a modo de magdalena proustiana que retrotrae a momentos de pasión febril.

El tacto de la resina torneada a mano, deslizándose por los dedos, provoca solaz digno de dioses sin parangón alguno. Su frialdaz cálida proporciona un sabroso contraste, un festín de texturas solo acotado por las limitaciones propias de nuestros sentidos.

El gusto del capuchón, rozando los labios, como un amante eterno y efímero, evoca el más exquisito de los deleites, el mas frío de los calores, invitando a la calma y a la reflexión; a la busca de la paz interior, que intenta reconciliarnos con nosotros mismos.

Todo esto que puede resultar exagerado para algunos, grotesco para muchos, descabellado para el resto, quizás pueda ser los desvarios de un vate loco, de un cuerdo demente, o de, como dijo una vez Machado, de un pobre hombre que va buscando a Dios entre la niebla. Tal vez sea de todo un poco; tal vez no sea nada de ello, pero lo cierto es que esta afición que mantengo ya desde hace varios años, me ayuda a conciliarme con mi yo interior, a ser mejor y más reflexivo. Habrá otros muchos que sientan lo mismo con variopintas cosas, que desde fuera pueden resultar hasta ridículas, y que no se atrevan a contarlas por miedo al ridículo, por vergüenza pura y dura o, tal vez, por no contar como con un adminículo que, con el paso del tiempo se ha convertido en otro apéndice de mi mano, que me ha llegado a doler como uno propio; que comunica el interior de mi alma con una hoja en blanco y la hace sangrar hasta llegar a confesar en un folio lo que de otra manera jamás le diría a nadie.