La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

domingo, 31 de agosto de 2008

Las niñas ya no quieren ser princesas



El día que Andrea llamó a su amiga Pilar, su voz reflejaba una inmensa felicidad; cualquiera diría que sería por sus buenas notas, o porque era el día de su cumpleaños; pero la realidad era distinta. “Mi madre me ha dejado, y como ya soy mayor de edad, no necesito la autorización de mi padre” -le dijo- “y mañana me voy a la clínica, tia, es genial” -añadió antes de colgar- y la risa cascabelera de su amiga sirvió de epílogo.


El día que le había dicho que sí a su hija, la madre de Andrea pensó que su pequeña empezaba a crecer, que ya era una mujer; de hecho, al día siguiente cumpliría dieciocho años, sería mayor de edad y de pronto se imaginó recibiendo la noticia del embarazo, asistiendo al parto, llevándose a sus nietos al parque... y todo tras ver como su pequeña había superado la traumática noticia de su divorcio, cuatro años antes del día de su decimo optavo cumpleaños. Si le hubiera sido posible ver el interior del cerebro de su hija, habría descubierto que el trauma se superó a los pocos meses, y que la que realmente no lo había dejado todo atrás era ella. “al fin y al cabo, yo también lo he hecho: no le puedo decir que no” -pensó mientras le preparaba el neceser a su querida Andrea-
El día que ingresó en la clínica, las risas y los besos de su pequeña, compensaron la dificultad de la decisión, la tensión del momento y, sobre todo, el sentimiento de culpabilidad por no haber contado con su marido para tomar la decisión. Sabía que él no lo aprobaría, así que era mejor no decirle nada: cuando todo estuviera hecho ya habría tiempo para arreglarlo. Cuando el celador les acompañó hasta la habitación, la animada conversación de Andrea y Pilar giraba en torno a lo bien que lo pasarían en verano, luciendo nuevo tipo en la playa. Mientras, ambas madres acumulaban tensión, que procuraban calmar con breves miradas plagadas de sentimientos tranquilizadores, simples apaga fuegos que trataban de contrarrestar la ansiedad.


El día que el cirujano les comunicó que habían habido complicaciones en ambas intervenciones, las dos mujeres desearon estar muertas; habían tomado una decisión arriesgada y habían perdido, solo que la apuesta era demasiado alta: Pilar debería pasar por quirófano unas doce veces más antes de volver a tener unos pechos parecidos a los que tenía antes de la intervención; Andrea no volvería a ver jamás la luz del sol.


El día que enterraron a la muchacha, la madre intentó refugiarse en el hombro de su ex-marido, que la apartó con vehemencia, en un intento de no caer en la tentación de agredirla; él, que en su vida había pegado a nadie, ni siquiera de pequeño, deseó matarla, golpearla mientras le preguntaba porqué le había robado a la única razón que le ataba a este mundo de locos. La situación disculpaba cualquier cosa; pero para el hombre la violencia era algo que jamás tenía justificación, así que rompió a llorar mientras caía al suelo en medio de un ataque de nervios.


El día que les cambió la vida para siempre, los padres de Andrea descubrieron el peligro de darle todo lo que pide a su hija, de no ponerle límites, de tratar de compensar las veces que no podían estar con ella consintiendo caprichos absurdos que ni necesitaba ni realmente quería. Las niñas ya no quieren ser princesas; ahora quieren ser más altas, más guapas, tener más cosas de las que podrían usar en dos vidas. Por todo ello, Andrea ya no podrá ver de nuevo su habitación especialmente decorada para ella, ni sus viejas muñecas, ni a ese chico que le gustaba desde el instituto. Mientras, en la radio, el maestro Sabina continuaba: las niñas ya no quieren ser princesas/y a los niños les da por perseguir/el mar dentro de un vaso de ginebra....

martes, 26 de agosto de 2008

Distracciones mundanas

La amplitud de miras con que cada cual dota a su cosmovisión, es una ardua tarea de aprendizaje en la que se produce una mezcolanza de experiencias, realidades externas, aficiones propias, anhelos y metas logradas. Se van formando desde la adolescencia, y va mutando a medida que van pasando los años y, mientras quemas ciclos vitales (pubertad, adolescencia, juventud...) va moldeándose como la arcilla, hasta alcanzar la perfección poco antes de la muerte: a mayor edad, mayor capacidad para observar el mundo. Es por esto que, cuando se alcanza edad provecta, la sabiduría aumenta, a costa de los anhelos por lograr, que comienzan a ser metas inalcanzables, lo que propicia la falta de ilusión en muchos ancianos; “hemos dado a los viejos más años de vida, pero no les hemos enseñado qué hacer con ello”, escribía el maestro Antonio Gala en una de sus memorables troneras. Y resulta de ello el natural contrapunto de ver como las personas ancianas se encuentran cada vez más perdidas en un mundo que ya no es el suyo, que ya ni les pertenece, ni les necesita y, lo que es peor, ni les acepta. Triste realidad, con pequeños y excepcionales brochazos (que confirman la maldita regla); peor que no por ello deja de ser más cierta.
En las sociedades modernas, tecnificadas, sus miembros deben andar deprisa, tener anhelos y, sobre todo, contribuir a la causa con rendimiento (a ser posible en efectivo). A todos los que no cumplen algunos de estos requisitos, sus mismos congéneres les apartan, denigran y condenan al ostracismo, sin que pueda haber ningún tipo de compasión, es por esto que los viejos son mirados como restos de algo que fue, como leves vestigios de alguien a quien se le puede gritar en la cara “usted no es nada, usted ya no es usted”, y apartar sin mayores miramientos. En las sociedades menos desarrolladas (?) esto no suele suceder: el patriarcado está asentado firmemente en lo más alto de la estructura social, y las ancianos suelen formar parte de la cúpula dirigente, y sus voces son escuchadas, acatadas y respetadas como fuentes de experiencia. En algunos puntos de África, algunas tribus afirman que cuando muere un viejo, muere una biblioteca. Una frase bella, que resume el sentir de una gente que sabe muy bien que las vivencias amplias de una persona se traducen inevitablemente en una sabiduría que no se aprende en los libros, pero que a la hora de afrontar la vida suelen resultar más útiles que cualquier tratado filosófico.
Aprendamos a convivir con los ancianos viéndo en ellos algo más que los despojos de alguien que, hace algún tiempo fue útil, a valorarlos debidamente y, sobre todo, a darles algo que les ayudará sin duda a rellenar el enorme vacio de sus últimos años de vida: cariño