La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

sábado, 24 de octubre de 2009

¡CÓMO EXPLICAR!

Imagino que, como a mí, en infinitud de ocasiones se han encontrado con una situación que ha rebasado, por las causas que sean, el límite de la comprensión, estupefacción o, simplemente, entendimiento, derivando por ello a un estado de desconcierto tal, que las palabras, tan tiernas aliadas en ocasiones, se niegan a salir, por su reconocida incapacidad de explicar el estado en que nos encontramos. Topicazos tales como “me he quedado sin palabras” o “me he quedado sin habla”, salen como tropo recurrente, para darnos unos preciosos segundos más que nos ayuden a procesar todos los aspectos de la situación que, en ese momento nos desborda. Pero hay veces que ni siquiera esos trucos nos ayudan a encontrar las frases apropiadas. Lo normal es que esos casos tengan algo que ver con los sentimientos más íntimos, más recónditos del alma (esa cajita de plata en la que guardamos todos los pensamientos subjuntivos).


Cuando se trata de escribir, estos problemas suelen ser más que frecuentes, sobre todo cuando se intenta aunar algo físico con el sentimiento que remueve en ti, porque ambas cosas se entremezclan, haciendo que las dudas se multipliquen, por la dificultad que tiene el marcar dónde se debe situar la frontera entre lo real y lo irreal; hasta dónde debe llegar lo objetivo y cuándo debe llegar lo subjetivo. Y es que, para que engañarnos, cuando se entremezclan sentimientos, es casi imposible ser del todo objetivo, ni aunque la costumbre lleve el proceso analítico más allá de lo normal. Quizás, a la hora de escribir, esta es una de las mayores dificultades que se deben salvar.


En todo esto estaba preso, mientras recordaba unos ojos que vi no hace mucho tiempo, y de los que me fue imposible sustraerme. Tenían un color cambiante con la luz, que se iba haciendo más o menos intenso, según eran iluminados por el sol. Ya solo por ver la cambiante paleta de colores, valía la pena detenerse a observarlos, para comprobar la limpieza, la pureza de sus matices, que atraviesan el alma y se adueñan de tu voluntad sin que puedas hacer nada por evitarlo. Si hermoso era su color, perturbadoramente inexplicable era su profundidad, en la que nunca se podría ahondar, por mucho que se quisiera, ni siquiera deteniéndose en cada una de las negras islas que pueblan su superficie, que dan un tanto de realidad, para dejarte caer otra vez en su insondable fondo, dejando al descubierto la esencia pura de la bondad de Dios.


Enredado, absorto entre la profundidad y el color, una forma de mirar, brillante, sugerente, cautivadora llamó mi ya maltrecha atención, sacudiéndola con una descarga de dulzura que me hizo estremecer, sentir bien,, reconciliarme con la belleza del mundo. Esa manera de mirar me hizo recordar que la beldad existe, que lo mismo que contemplaba yo en ese momento había sido visto por los poetas en sus más íntimos sueños. De repente, por ello, comencé a sentirme afortunado, a sentir cómo la sangre galopaba atropelladamente; cómo el corazón se desbocaba y golpeteaba como loco, deseando salir de su prisión. No era entonces consciente, pero acababa de conocer la esencia de la poesía, por el mirar de unos ojos traviesos. No sé, pero en ese estado de perturbación, me era difícil mantener una cierta cordura, que terminé de perder cuando reparé en la expresión de aquellas dos pequeñas estrellas, que me estaban observando con la dulzura infinita que todos poseemos alguna vez y que perdemos al abandonar la niñez, quedándose como un don particular, propiedad de unos pocos privilegiados, poseedores de los ojos más bellos del planeta, dotados con el don de la palabra, del verbo hecho belleza.


Tuve la suerte de poder contemplar en vivo la belleza residual de los dioses de las viejas y olvidadas religiones, sin merecerlo, sin llegar a ser digno de contemplarla. Hoy, que apenas encuentro palabras para expresar todo el cúmulo de sensaciones que me trasmitieron aquellos hermosos ojos de gata, rezo a diario para que quien quiera que rija nuestro destino, me permita volver a reflejarme en ellos, bañarme en su profundidad, y perderme de nuevo el el fulgor de ese color, que dejó impresa su impronta en mi alma cansada.

martes, 6 de octubre de 2009

INTERESES BASTARDOS

En cada situación en la que nos vemos involucrados, siempre tenemos en nuestra personalidad diferentes niveles de implicación, que se van ordenando por importancia según se requiere. El mecanismo que nos lleva a hacer esto, su funcionamiento y, si me apuras, hasta su nombre, son desconocidos por mí, pero lo cierto es que noto por mi propia percepción como las distintas cosas van tomando importancia (y en algunos casos, hasta desaparecer) según el asunto que me ocupa. Supongo que aparte del nivel cognitivo, otros factores menos aleatorios como pueden ser la propia experiencia o la escala de valores, toman su importancia en este proceso tan desconocido como fascinante.


Posiblemente, el desconocimiento de todo esto es uno de los factores determinantes en el absoluto desconcierto que experimentamos ante la forma de actuar de otras personas, en ocasiones tan misterioso como discordante con las cosas que toleramos. Quizás, si tuviéramos una común cosmovisión, sería más fácil encontrar el porqué a determinadas actuaciones. Pero esto, ademas de obvio, resulta del todo utópico, así que solo nos queda como arma el raciocinio, que nos ayude a desentrañar los misterios de aquellas motivaciones que, vistas desde fuera, no pasan de ser intereses bastardos. Cuando el raciocinio falla, vienen los problemas, los desencuentros y, en el peor de los casos, los enfrentamientos.


Puedo asegurar sin temor a equivocarme, que soy una persona bastante comprensiva con las motivaciones ajenas; que trato de no juzgar hasta tener pleno conocimiento, que intento buscar intenciones buenas en los comportamientos de otros. Precisamente esto hace que, cuando tras darle ciento y una vuelta, cuando se me escapan del entendimiento las causas de un comportamiento, soy totalmente indolente, y trato entonces de actuar en consecuencia. Supongo que mi postura puede resultar un tanto radical, y de hecho así la califico hasta yo mismo, pero es que por mucho que trate de comprender según qué comportamientos, no puedo hacerlo.


Jamás entenderé que haya personas a las que no les importen lo que los americanos llama “daños colaterales”, es decir, perjuicios que llevan inherentes diferentes actuaciones y para cuyo fin no se ha llevado a cabo la acción. Hay demasiada gente a la que no le importa los daños añadidos que causan sus comportamientos; cada vez más gentes que han mamado las enseñanzas de Maquiavelo, y afirman para sí o en voz alta que “el fin justifica los medios”. A todos ellos, me gustaría decirles que no es así, que las personas tenemos dentro algo que se llama sentimientos, y que es muy importante no herirlos con nuestras acciones, aunque no sea intencionadamente. Un codazo en la nariz, duele igual si ha sido dado con o sin intención, y no es justo que vayamos moviendo los brazos sin ver a dónde o a quién golpeamos. Seamos más comedidos, y quizás evitemos muchos de los problemas que a diario nos acometen. ¿Y si probásemos a pensar un poco no en las consecuencias y no en si realmente vale la pena sufrirlas?. Quizás, muchos de los problemas que nos aquejan, no existirían.

Valores Siglo Xxi (Quino)

Hace poco me enviaron esta presentación, con la que pretendían hacerme pensar un poco, y puedo asegurar que lo consiguieron. Está creada por el genial Quino, el padre de la archiconocida Mafalda, y quiero ponerla porque me parece muy buena: da qué pensar. Espero que os guste tanto como me gustó a mí