La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

martes, 23 de diciembre de 2008

ARRAIGO

La vida es en la mayor parte de los casos una niña voluble y juguetona, que gusta de dar vueltas de tuerca a los que transitamos por ella sin que podamos hacer nada por evitarlo. Creo que la definición que más s ajusta a la realidad es la que pronunció una vez John Lennon: “La vida es todo aquello que te va sucediendo mientras intentas hacer otra cosa”. Resulta bastante ajustada a la realidad ¿no les parece?. Creo que cualquiera de nosotros ha sentido algo parecido en algún momento, y esta indefensión ante tamaña injusticia hace que a veces nos sintamos tan frágiles y vulnerables que se hace demasiado cuesta arriba continuar, aunque sepamos que debemos hacerlo.
Ahora, cuando miro por la ventana, y veo la indeseada calle, de la indeseada localidad en la que vivo, pienso mucho en las palabras del beatles fallecido, y me recorre un pequeño escalofrío, viejo conocido de aquellas ocasiones en las que experimento añoranza de mi ciudad natal, y me tengo que contentar con ver alguna foto, o algún recorrido virtual de esos que ahora brotan por internet, y que solo sirven para mitigar un tanto la sensación de dolor, pero solo en un principio, porque al cabo de poco vuelve con fuerzas redobladas, para terminar de arruinarte el día, la semana, el mes...
Imagino que este tipo de sentimientos no es exclusivo de los que nos hallamos fuera de nuestra tierra, y que a los que no nos va mal debería estar casi vetado el quejarnos, ¡pero es que a veces se hace tan difícil hacer lo justo!. Aunque sé que precisamente la grandeza de este tipo de justicia radica en hacer lo debido, hay ocasiones en las que este sentido de deber que nos impone nuestra firme cosmovisión es auto destructiva, y , como en los versos del genial Louis Aragón, hace arder lo que será en el fuego de lo que fue.
El estigma del cainita se haya impreso en el alma de todos los hombres, y convive con la bondad abeliana, librando una eterna batalla en la que no hay vencedores: solo hay vencidos, y no son otros que nosotros mismos. Aprender esto forma parte de eso que denominamos genéricamente “vivir”, y no deberíamos llorar por ello, si no enseñarnos a vadearlo sin más problemas; pero cada vez estoy más convencido de que el castigo de Dios al expulsarnos del paraíso tiene los tentáculos largos y, en ocasiones, hasta afilados. Sigamos malviviendo a merced de esa vieja farsante, hasta que Atropos, Laquesis y Cloto tengan a bien cortar nuestros hilos, acabando de una vez por todas con nuestros sufrimientos.

domingo, 30 de noviembre de 2008

GANIVET Y EL MUNDO DE HOY

Ángel Ganivet (Granada 1865-Riga 1898), es ante todo un desconocido para gran parte del público; pero, pese a su corta existencia, pasó a la historia como un gran ensayista y, sobre todo, como uno de los precursores de la gloriosa generación del 98. Pesimista, español y senequista, supo plasmar como pocos los problemas de la España que le tocó vivir y que, pese a la lejanía en el tiempo, no dista demasiado de la actual.
Recuerdo que cuando leí su Idearium español, me causó una fuerte conmoción, debido a las muchas respuestas sobre mí que encontré en aquel escrito que intentaba relatar la esencia de los males que asolaban su patria. Ese libro se unió de inmediato a mi particular lista de aquellos de los que esperaba poco y me dieron todo (como me sucedió con La voluntad o con La escritura o la vida por citar dos ejemplos). Hubo en especial una parte que me encandiló, en la que se relataba una leyenda escandinava que relataba la historia de un hombre que iba por el ártico en un trineo tirado por perros, acompañado por sus ocho hijos. En un tramo en concreto, una jauría de lobos comenzó a perseguir a la familia con la amenazante intención de devorarlos. Viendo que las bestias estaban cada vez más cerca, el hombre comenzó a tirar un cargamento de pieles para aligerar el trineo; siendo esto insuficiente comenzó a arrojar la comida; pero los animales continuaban acercándose, con lágrimas en los ojos, cogió a su hijo pequeño y, tras darle un beso, lo arrojó a los lobos, salvando así a los otros siete. Concluía Ganivet el párrafo sentenciando que las reformas en España debían acometerse aunque ello significara echar a los lobos a un millón de españoles, lo que refleja fielmente la firmeza de carácter que poseía el escritor.
En todo esto me hizo pensar una noticia que, en cuanto la vi en las noticias, supe al instante que me inspiraría algún escrito, aunque para ser capaz de analizarla con asepsia total me fuera necesario un tiempo (que ha resultado ser un mes y medio aproximadamente); y es que la historia resulta cuanto menos turbadora, sobre todo porque es real. Paso a contarles, y juzguen ustedes mismos.
Durante las últimas inundaciones que azotaron España, en un pueblo de Castellón (no recuerdo la localización exacta), un coche fue arrastrado por la lluvia con una mujer y sus tres hijos dentro. Llegó el momento en que era necesario salir del coche y, cogiendo a sus tres hijos (el más pequeño, aún un bebé, en carricoche) intentó abrirse paso atravesando el improvisado rio en que se había convertido la calle. Cuando se hallaba a mitad de camino, viendo que sería imposible llegar al otro lado con tanto peso, cogió a su pequeño y, tras darle un beso, lo soltó y continuó adelante con sus dos hijos mayores. El bebé fue encontrado al día siguiente, muerto, a novecientos metroos de donde su madre lo había soltado. Una historia que, sin duda, no puede por menos que poner los pelos de punta. Resulta aterrador el paralelismo entre esta noticia y aquella leyenda escandinava a la que antes hice referencia.
Ahora mismo, si alguien me preguntara por lo que yo haría, mantendría cuanto menos una duda razonable ante una situación en la que nunca es posible otra cosa que perder. No puedo por menos que mostrar mi admiración por la determinación y la firmeza de carácter que mostró la mujer, independientemente de que comparta su decisión o nó: espero no saber jamás si yo tendría el mismo valor ante una situación análoga. Lo que si que no puedo permitirme es criticar una amarga resolución que ha salvado tres vidas a costa de dos: una la del pequeño lactante; otra, la de su madre, que ya se va a ver marcada de por vida, que jamás creo que vuelva a sonreír de la misma manera en que lo hacía antes, con el corazón roto entre lo que fue y lo que podía haber sido. A veces la vida es una puta que obliga a tomar resoluciones de difícil comprensión para los que jamás se han visto ante semejante situación. Hoy recuerdo la pequeña caja blanca, y no puedo reprimir una lágrima por él: Dios no es justo a veces; nadie debería tener que tomar jamás tamaña decisión.

lunes, 17 de noviembre de 2008

METAFÍSICA

Hay días como los de hoy en los que uno no debiera haberse levantado. No es que me haya sucedido nada en particular que haya inclinado la balanza de las penas hacia ningún sitio; pero lo cierto es que me he sentido raro, triste, con un sentimiento amargo ante la vida que me ha acompañado hasta altas horas de la madrugada, en la que me he reencontrado con el folio virtual en blanco y con unas ganas locas de escribir algo, aunque no fueran más que divagaciones de un hombre de la calle, que sacia sus deseos de hablar de tristezas sin amargar por ello a nadie. Ha sido, en definitiva, una jornada de esas que yo suelo denominar eufemísticamente metafísica, nombre que sin duda le viene al pelo, ya que me dedico a pensar más que nunca en la naturaleza humana, en sus actos cotidianos, en las motivaciones que las propician, y casi nunca suelo llegar a ninguna conclusión porque, como dice la campaña de una bebida energética: “el hombre es extraordinario”.
En estos largos momentos de reflexión, mi mente comienza a tejer las redes más insospechadas, eludiendo los problemas personales y logrando alcanzar la paz solo bajo el signo de la exorcización de mis sentimientos a través de un folio en blanco, que es hasta el momento el amigo más fiel que me haya encontrado.
Es cierto que en demasiadas ocasiones no he podido navegar por este océano blanco; igual de acertado es decir que si no lo he hecho es porque me han faltado las fuerzas. Esta leve divagación he tardado cerca de tres semanas en escribirla, no por elaboración, ni por buscar una calidad que de antemano no le concedo, si no porque me ha faltado el valor para enfrentarme a esa realidad cotidiana que, en algunas ocasiones, se me hace insostenible, y me sumerge en un estado que Azorín explicó larga y concienzudamente en “La voluntad”, una de las mejores no-novelas que yo haya leido jamás, y que no es otra que la abulia.
Perdón por tardar tanto en regresar; perdón por regresar con un intemporal que tiene un nada de calidad y un mucho de sentimiento amargo.

Y no es verdad dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra por los caminos
[ sin camino
Como el niño, que en la noche de una fiesta
[se pierde entre el gentio
y el aire polvoriento, las candelas cimbreantes
atónito asombra su corazón de música y de pena.
Así voy yo, borracho melancólico, guitarrista
[lunático, poeta
y pobre hombre en sueños
siempre buscando a Dios entre la niebla.
ANTONIO MACHADO

sábado, 18 de octubre de 2008

Victoria Francés y Ayami Kojima







El arte ha alcanzado en este aún bisoño siglo cotas realmente altas, de la mano de disciplinas que tradicionalmente han sido catalogadas de menores por los críticos más puristas, que al final han tenido que rendirse a la evidencia, debiendo aceptar que la expresión creativa se ha abierto un hueco a través de los tiempos, se ha adaptado a las nuevas corrientes, y ha buscado con brillantez una expresividad que ha terminado calando en las más jóvenes generaciones, para alcanzar así el aplauso unánime de la gran masa. Este es el caso de las que para mí son las dos mejores ilustradoras de finales del siglo pasado y principios del presente: Victoria Francés y Ayami Kojima.
Española y valenciana, Victoria Francés es licenciada en Bellas Artes por la universidad de Valencia. Pasó gran parte de su vida en Galicia, lo que le permitió entrar con el mundo esotérico y místico que encierra aquella tierra. Completó su galería de influencias con una serie de viajes que le llevó por diferentes capitales europeas. Hasta aquí hubiera podido ser la vida de cualquier estudiante normal, pero en el año 2004 se comenzó a fraguar su leyenda con la publicación de Favole: lágrimas de piedra, primer libro de una trilogía que llevaría a su autora al éxito más rotundo, con el beneplácito de público y crítica.
El caso de Ayami Kojima es, sin lugar a dudas, bastante más pintoresco; más de cuento de hadas. La ilustradora japonesa trabajaba para una multinacional como secretaria, y fue descubierta por casualidad, y fichada de inmediato por Konami, que le encargó las ilustraciones de ese clásico de los videojuegos llamado Castelvania. La técnica que utiliza en sus dibujos combina una serie de técnicas que comienza con la tinta y acaba con resina sintética, par dar un mayor relieve a sus obras; pero lo más sorprendente de todo es que no tiene estudio plástico alguno, y que su arte brota de una determinación maravillosa que solo se puede encontrar en los genios autodidactas.
Hace poco, en uno de los paseos que hago por la red, encontré a dos internautas discutiendo acerca de quién era mejor dibujante, y la verdad es que cualquiera de los argumentos esgrimidos por ambos bien pudieran ser tildados de acertados como igualmente de erróneos, que en materia de arte jamás se puede ser tan taxativo como lo eran dichos contertulios. En mi opinión, ambas dibujantes son el más claro exponente de lo que hoy en día es el arte, una vez que han desaparecido los pintores de cámara, y los maravillosos retratistas de este país se dedican a malvender su don divino por los paseos de los pueblos costeros de nuestro litoral. Podeis observar en las ilustraciones que acompañan este escrito que la técnica de las dos artistas roza la perfección, sin que nadie pueda decantarse por una u otra sin atenerse a razones del todo subjetivas. Mi predilecta es sin duda Victoria Francés, pero eso no significa que no deba quitarme el sombrero ante las ilustraciones de la japonesa. Mi favoritismo viene motivado por los sentimientos: los dibujos de la valenciana me turban, me conmueven; me transmiten en todo momento sufrimiento, amor roto, separación y nostalgia, mientras que los de Kojima me dejan frío, indiferente (aunque también con la boca abierta). Me parecen meras plantillas que no dejan ver la sique del personaje.
Sea como fuere, sendas obras son dignas de ser vistas, admiradas y veneradas a partes iguales. Para gustos, los colores: elijan el suyo.

domingo, 31 de agosto de 2008

Las niñas ya no quieren ser princesas



El día que Andrea llamó a su amiga Pilar, su voz reflejaba una inmensa felicidad; cualquiera diría que sería por sus buenas notas, o porque era el día de su cumpleaños; pero la realidad era distinta. “Mi madre me ha dejado, y como ya soy mayor de edad, no necesito la autorización de mi padre” -le dijo- “y mañana me voy a la clínica, tia, es genial” -añadió antes de colgar- y la risa cascabelera de su amiga sirvió de epílogo.


El día que le había dicho que sí a su hija, la madre de Andrea pensó que su pequeña empezaba a crecer, que ya era una mujer; de hecho, al día siguiente cumpliría dieciocho años, sería mayor de edad y de pronto se imaginó recibiendo la noticia del embarazo, asistiendo al parto, llevándose a sus nietos al parque... y todo tras ver como su pequeña había superado la traumática noticia de su divorcio, cuatro años antes del día de su decimo optavo cumpleaños. Si le hubiera sido posible ver el interior del cerebro de su hija, habría descubierto que el trauma se superó a los pocos meses, y que la que realmente no lo había dejado todo atrás era ella. “al fin y al cabo, yo también lo he hecho: no le puedo decir que no” -pensó mientras le preparaba el neceser a su querida Andrea-
El día que ingresó en la clínica, las risas y los besos de su pequeña, compensaron la dificultad de la decisión, la tensión del momento y, sobre todo, el sentimiento de culpabilidad por no haber contado con su marido para tomar la decisión. Sabía que él no lo aprobaría, así que era mejor no decirle nada: cuando todo estuviera hecho ya habría tiempo para arreglarlo. Cuando el celador les acompañó hasta la habitación, la animada conversación de Andrea y Pilar giraba en torno a lo bien que lo pasarían en verano, luciendo nuevo tipo en la playa. Mientras, ambas madres acumulaban tensión, que procuraban calmar con breves miradas plagadas de sentimientos tranquilizadores, simples apaga fuegos que trataban de contrarrestar la ansiedad.


El día que el cirujano les comunicó que habían habido complicaciones en ambas intervenciones, las dos mujeres desearon estar muertas; habían tomado una decisión arriesgada y habían perdido, solo que la apuesta era demasiado alta: Pilar debería pasar por quirófano unas doce veces más antes de volver a tener unos pechos parecidos a los que tenía antes de la intervención; Andrea no volvería a ver jamás la luz del sol.


El día que enterraron a la muchacha, la madre intentó refugiarse en el hombro de su ex-marido, que la apartó con vehemencia, en un intento de no caer en la tentación de agredirla; él, que en su vida había pegado a nadie, ni siquiera de pequeño, deseó matarla, golpearla mientras le preguntaba porqué le había robado a la única razón que le ataba a este mundo de locos. La situación disculpaba cualquier cosa; pero para el hombre la violencia era algo que jamás tenía justificación, así que rompió a llorar mientras caía al suelo en medio de un ataque de nervios.


El día que les cambió la vida para siempre, los padres de Andrea descubrieron el peligro de darle todo lo que pide a su hija, de no ponerle límites, de tratar de compensar las veces que no podían estar con ella consintiendo caprichos absurdos que ni necesitaba ni realmente quería. Las niñas ya no quieren ser princesas; ahora quieren ser más altas, más guapas, tener más cosas de las que podrían usar en dos vidas. Por todo ello, Andrea ya no podrá ver de nuevo su habitación especialmente decorada para ella, ni sus viejas muñecas, ni a ese chico que le gustaba desde el instituto. Mientras, en la radio, el maestro Sabina continuaba: las niñas ya no quieren ser princesas/y a los niños les da por perseguir/el mar dentro de un vaso de ginebra....

martes, 26 de agosto de 2008

Distracciones mundanas

La amplitud de miras con que cada cual dota a su cosmovisión, es una ardua tarea de aprendizaje en la que se produce una mezcolanza de experiencias, realidades externas, aficiones propias, anhelos y metas logradas. Se van formando desde la adolescencia, y va mutando a medida que van pasando los años y, mientras quemas ciclos vitales (pubertad, adolescencia, juventud...) va moldeándose como la arcilla, hasta alcanzar la perfección poco antes de la muerte: a mayor edad, mayor capacidad para observar el mundo. Es por esto que, cuando se alcanza edad provecta, la sabiduría aumenta, a costa de los anhelos por lograr, que comienzan a ser metas inalcanzables, lo que propicia la falta de ilusión en muchos ancianos; “hemos dado a los viejos más años de vida, pero no les hemos enseñado qué hacer con ello”, escribía el maestro Antonio Gala en una de sus memorables troneras. Y resulta de ello el natural contrapunto de ver como las personas ancianas se encuentran cada vez más perdidas en un mundo que ya no es el suyo, que ya ni les pertenece, ni les necesita y, lo que es peor, ni les acepta. Triste realidad, con pequeños y excepcionales brochazos (que confirman la maldita regla); peor que no por ello deja de ser más cierta.
En las sociedades modernas, tecnificadas, sus miembros deben andar deprisa, tener anhelos y, sobre todo, contribuir a la causa con rendimiento (a ser posible en efectivo). A todos los que no cumplen algunos de estos requisitos, sus mismos congéneres les apartan, denigran y condenan al ostracismo, sin que pueda haber ningún tipo de compasión, es por esto que los viejos son mirados como restos de algo que fue, como leves vestigios de alguien a quien se le puede gritar en la cara “usted no es nada, usted ya no es usted”, y apartar sin mayores miramientos. En las sociedades menos desarrolladas (?) esto no suele suceder: el patriarcado está asentado firmemente en lo más alto de la estructura social, y las ancianos suelen formar parte de la cúpula dirigente, y sus voces son escuchadas, acatadas y respetadas como fuentes de experiencia. En algunos puntos de África, algunas tribus afirman que cuando muere un viejo, muere una biblioteca. Una frase bella, que resume el sentir de una gente que sabe muy bien que las vivencias amplias de una persona se traducen inevitablemente en una sabiduría que no se aprende en los libros, pero que a la hora de afrontar la vida suelen resultar más útiles que cualquier tratado filosófico.
Aprendamos a convivir con los ancianos viéndo en ellos algo más que los despojos de alguien que, hace algún tiempo fue útil, a valorarlos debidamente y, sobre todo, a darles algo que les ayudará sin duda a rellenar el enorme vacio de sus últimos años de vida: cariño

martes, 29 de julio de 2008

Retórica

Según reza la tradición católica (y la judía, pues ambas religiones nacen de un mismo germen: la Torá o Pentateuco), cuando la pareja primigenia cometió el pecado de comer de la manzana prohibida, Dios les expulsó del paraíso, y pronunció unas palabras que, miles de años después, resultan lapidaria: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Resulta curioso que hoy en día ocurra lo contrario: que el castigo sea el no poder ganarse el pan. Resulta evidente que si el Hacedor escribe con renglones torcidos, el demonio se encarga de enderezar unos cuantos para crear el caos y la confusión. Algo que se supone nació como una maldición, ha llegado a tornarse una bendición, y la ausencia del castigo supone uno de los grandes traumas familiares y personales que cualquiera pueda enfrentar; ¿alguien entiende algo? ; supongo que se puede calificar de kafkiano algo así y, sin embargo, como con todas las cosas que coexisten con nosotros durante un largo tiempo, se ha convertido en algo que no solo es normal, sino que además se ha ido transformando con ayuda de la costumbre en uno de los ejes que mueven el mundo interior y exterior, marcando nuestra existencia hasta el punto de condicionar nuestro horario, que es el nombre que en nuestro estresado mundo actual recibe la esencia vital o, si se prefiere, el alma. Alrededor de él ajustamos el momento que tenemos para disfrutar de los nuestros, de nuestro ocio, de nuestro placer sin que podamos hacer nada por remediarlo sin que tengamos que pagar por ello un alto precio. La sociedad que nos rodea nos va empujando en la dirección que cree es la mejor para la colectividad, aunque para ello tenga que anular por completo la individualidad.

Queda pues demostrada la importancia que el trabajo tiene en nosotros y en nuestras acciones. Consecuentemente a ello, las interrelaciones laborales que establezcamos (tanto por necesidad como por afinidad) tomarán para nosotros una relevancia extraordinaria. De hecho, cuando alguien entra en una nueva empresa, una de las principales preocupaciones es el encajar con los nuevos compañeros, hecho que, salvo en contadas ocasiones, no suele producirse con la misma claridad que se da en otros foros diferentes. Si se piensa, las condiciones que se dan en esta reducida comunidad son excepcionales: la coexistencia no es elegida por afinidades personales, ni por nexos comunes, ni por una libre elección; muy por el contrario, el común de los individuos están disfrazados, mostrando un rol diferente al que muestran en privado; un avatar que, en determinados momentos muestra nuestra peor faz que sugiere defectos desconocidos por nosotros mismos, que se encuentran en nuestro interior; pero que somos incapaces de ver como nuestros por una mera cuestión de autodefensa, de justificación que, en la mayoría de los casos no tiene ni lógica ni argumentos válidos que la justifiquen; pero que tranquiliza los sentimientos de culpa, esos que muchos llaman conciencia. Si a esto unimos unas gotas de insinceridad, un chorro de estrés y un tanto de obligatoriedad a la hora de tener que pasar la mayor parte del día con extraños, el cóctel resultante es una situación explosiva que, en cualquier momento, va a hacer saltar todo por los aires. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los trabajos de una empresa suelen formar parte de una estructurada cadena de montaje que debe dar como resultado un producto común, misceláneo de muchos esfuerzos, mecano impenitente de muchas piezas provenientes de muchos esfuerzos, no siempre bien compensados, lo que provoca en innumerables ocasiones las consabidas fricciones.

Sin duda, es muy importante encontrar un trabajo en el que una persona se sienta realizada con la mayor plenitud posible, en la que el ambiente sea lo más armonioso posible, y el trato todo lo humano que cualquier persona se merece: una utopía. El primer caso se ve imposibilitado por la abrumadora realidad: cerca de un noventa y dos por ciento de las personas que fueron entrevistada en una encuesta reciente, reconoce trabajar en un puesto por obligación; solo ocho de cada cien trabajan en algo para lo que se habían preparado, lo que implica que es una minoría la que lleva a cabo su actividad laboral en un campo relacionado con su predilección; ¿no resulta aterrador?

El segundo supuesto no se encuentra ni mucho menos en una tesitura más halagüeña: el noventa y seis por ciento ha tenido alguna pelea con alguno de sus compañeros; además, el noventa y tres por ciento asegura mantener una animadversión por uno o más de sus colegas. Teniendo en cuenta que en muchos casos pasamos más tiempo con la gente del trabajo que con nuestras familiar, este dato resulta cuanto menos desolador, dantesco. Y aquí es donde entra en juego la llamada “teoría del folio en blanco”, cuyo enunciado viene a decir algo así: “Si coges un folio en blanco y lo estrujas entre tus manos, este quedará dañado para siempre; puedes estirarlo, dejarlo debajo de algo pesado, plancharlo… Es muy posible que consigas recuperarlo, que puedas escribir en el, que sea factible utilizarlo de una manera normal; pero nunca volverá a estar igual que antes de arrugarlo.” Al igual que con esa hoja ficticia, en las relaciones humanas ocurre lo mismo: una vez que has tenido algún encontronazo con alguien tu forma de verle habrá cambiado para siempre. Es muy posible que continúes teniendo amistad, trato económico o cualquier vertiente de relación humana que te ligue a esa persona; pero algo en tu interior habrá cambiado irremisiblemente, sin que se pueda hacer nada por devolverlo a su estado original; ¡y además estás obligado a tratar con ella a diario y a pasar un tercio de las horas que permaneces despierto! Y todo ello con la mejor de tus sonrisas, para “mantener el buen rollito en el trabajo”. Extrapolar esta situación a otros ámbitos de la vida cotidiana es redundar, ahondar en más de lo mismo: un vecino incómodo en el ascensor, por ejemplo, es una vuelta de tuerca más en las relaciones personales; un amigo al que le has prestado un libro, un familiar directo al que, cuando llegas a conocerlo, te das cuenta de que si no fuera por la consanguineidad jamás trabarías trato alguno… Distintas caras de una misma moneda.
En una nómina no se paga solamente el esfuerzo desarrollado para realizar un trabajo; cuando llevas ya algunos años viviendo esa vida de mayores que deseaste con ahínco en la pubertad (¡cuidado con lo que se desea, no sea que se cumpla!) paulatinamente de das cuenta de que en ese mísero salario que percibes y que apenas te da para pagar la hipoteca, hay implícita una realidad subyacente que te va a obligar a hacer muchas cosas que jamás pensarías que ibas realizar; otras varias que nunca pensaste que ibas a permitir que te pasaran; algunas que te roban la identidad, y te convierten en una caricatura de lo que realmente eres, de lo que realmente quieres ser, de lo que realmente nunca vas a llegar a ser. Esa es la última de las verdades que te reserva la vida, el diploma que te da cuando acabas tu formación. Aceptar este hecho se convierte en un suplicio que debes pasar velis nolis. No trates de resistirte; acéptalo como otra cosa más de la vida y carga con tu cruz. No se te hará más corto tu camino hacia el monte calvario; pero al menos sabrás que lo que vives es real.

sábado, 7 de junio de 2008

El agua prometida

El agua prometida.

Recuerdo que hace ya la friolera de trece años, cayó en mis manos por arte y magia de un regalo que, (espero me perdonen la imprecisión), fue hecho por un motivo que ahora no recuerdo, y que en su momento no me generó ninguna ilusión especial, más allá de la que supone para mí que me regalen un libro (ya de por sí grande). Se trataba de una obra de reciente aparición de Manuel Vázquez Figueroa, y se llamaba como el título de este escrito: El agua prometida. Por aquel entonces había terminado de leer otra obra del mismo autor que me entusiasmó: Tuareg, así que acometí la lectura del ejemplar con unas altas expectativas, confiando que me condujese a nuevos territorios inexplorados e inaccesibles para mí, de la mano de otros personajes que, como Gacel Sayah, volvieran a maravillarme con su particular cosmovisión y su sentido del deber. Quizás se me pueda atribuir cierta bisoñez que, dada la edad que entonces tenía, jamás me atrevería a rebatir; pero lo cierto es que aquel libro fue una de las mayores sorpresas literarias que me he llevado en mi vida.
Vázquez Figueroa es un escritor que, como le sucedía a Baroja, escribe como el diablo, pero noveliza como los ángeles, lo que propicia que haya pocos autores con los que cualquier lector pueda disfrutar tanto como con él. Esto le hace vender muchos ejemplares, ser admirado, envidiado y, sobre todo, independiente. Por todo ello, el canario se desmarcó con una especie de ensayo magistralmente escrito que versaba acerca de los problemas que se había encontrado por el simple hecho de haber realizado un hallazgo extraordinario y querer donarlo gratuitamente a su país, con lo mal visto que está en España el altruismo que deja fuera de juego a los intermediarios y correligionarios varios, cada uno con bastardos sentimientos patrios que les lleva a llenarse los bolsillos en nombre del estado de bienestar , beodo con el peor vino: el de la sangre de su herida. Además de ser un literato de éxito, Don Manuel es además un gran inventor, de esos cuya genialidad tardará muchas décadas en ser reconocida, y fruto de ella ideó una planta desaladora que usaba unas simples membranas y su conocimiento en submarinismo para lograr separar con una total eficacia y con un alto grado de respeto hacia el medio ambiente (como han demostrado a posteriori las que fueron instaladas en su isla natal) el agua de la sal. Este tema, que ahora goza de una popularidad y que parece recurrente y hasta, si se me permite decirlo, manido, en el año mil novecientos noventa y cinco resultaba innovador, y despertó en mí una conciencia ecologista que hoy en día conservo y aprecio como uno de mis mayores tesoros. Con aquel genial ensayo descubrí lo que hoy sabe ya cualquier individuo: que la utilización de los recursos naturales ha de ser comedida y responsable, solo que con más de una década de adelanto.

Hoy, que la humanidad mira el futuro con los malos augurios de ver a nuestros nietos malviviendo en un mundo esquilmado indiscriminadamente por multinacionales sin escrúpulos, para los pocos que leímos aquellas sabias palabras de Vázquez Figueroa y nos dejamos imbuir por el espíritu del Caid Manolo, la situación actual es tan solo el lógico resultado de lo que entonces preconizaba una minoría tildada de alarmista y de anti-progresista, que veía en las latas de refresco al enemigo a batir. Ni ahora, que resultan evidentes sus nefastos auspicios, el conjunto de los hombres nos decidimos a aunar esfuerzos para paliar un tanto la comprometida situación de la madre Tierra, olvidando que, como reza aquel sabio dicho: “Dios perdona siempre; el hombre, a veces; la naturaleza, nunca”.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Decoro poético

Imagino que hace ya algunos años, muchos de ustedes estudiaron en alguno de los cursos de lengua y literatura (ahora ya no sé ni cómo se llama la dichosa asignatura con tanto cambio de plan de enseñanza milagroso), que existía algo llamado decoro poético, que no era otra cosa si no una técnica que empleaban los escritores para dotar de mayor verosimilitud sus obras, y que consistía en darle a cada personaje, dependiendo de su formación académica, personal o de su clase social, el tipo de lenguaje apropiado. Resultaría cómico oír a cualquier pillastre de la novela picaresca hablar como si de un abogado se tratase; o a un docto juez hablar con el deje callejero de cualquier matón portuario. Por todo ello, los creadores intentan adecuar las expresiones y giros idiomáticos a la estofa social de cada uno de los personajes, evitando así que sus escritos sean del todo ridículos. Este recurso ha sido usado a lo largo de la mayor parte de la historia de la literatura, y, de hecho, hoy en día resulta impensable escribir una obra sin recurrir a él.

Yo, que siempre he pensado que cualquier cosa es extrapolable, que todo puede servir y es aprovechable para lograr una mayor armonía, vi en el decoro poético una forma de vivir, de esconder una cultura que en otros ámbitos hubiera sido motivo de solaz para su poseedor, y que en los círculos sociales normales no hace sino etiquetarte, tildarte de lo que no eres, condenándote a llevar una vergonzante letra escarlata en el pecho por el simple hecho de deleitarte con cosas tan absurdas para la ordinary people como la poesía, la ópera o la filosofía. Así, durante mucho tiempo me he dedicado a desterrar giros, locuciones y palabras que, no sólo me gusta emplear sino que además salen en mí de forma natural: cambiar por trocar, recuerdo por anamnesis o rizado por ensortijado no son más que la punta de un iceberg que hunde en mi alma el noventa por ciento de una lacerante realidad: a la gente les asusta encontrarse con alguien que se exprese con corrección; se ven amenazados por alguien que puede leer las intenciones con que se emplean las frases por el tiempo verbal empleado, y lo despachan calificándolo de “creído”, “sabiondo (también “sabilongo”, su vertiente más pintoresca)” o “prepotente”, sin que lleguen a pararse a pensar que quizás en algunas personas el expresarse correctamente sea una costumbre que no esconde ninguna intención de demostrar lo que se sabe, sino todo lo contrario: que se está permanentemente en disposición de aprender cosas dispares de personas dispares, sin importar en modo alguno su preparación académica; porque es a veces más importante la experiencia vital de una persona cualquiera que la sabiduría de los siete sabios de Grecia. Es este tipo de incomprensión la que me llevó hace ya mucho tiempo a poner en práctica el decoro poético en las conversaciones cotidianas, exagerándolo si es preciso hasta el punto de emplear locuciones que en condiciones normales jamás usaría por parecerme zafias. Ilustrativo de ello resulta la expresión “ponerse en pelotas”, que hace uso de una vergonzante metonimia anatómica relacionada con el aparato reproductor masculino, cuando en realidad tuvo su origen y raíz en la palabra latina “pelle” que significa piel, y de donde salió la expresión “ponerse en pelota”. Cuando alguna vez he estado en la tesitura de tener que usarla, me he encontrado entre Escila y Caribdis, sin saber si era mejor expresarla con corrección y dar la explicación pertinente cuando comenzasen arreciar las burlas, o si emplearla mal a sabiendas, y pasar inadvertido en la conversación. Debo confesar que, aunque sé lo que había que hacer, hice lo incorrecto a cambio de unas migajas de aceptación social o, si lo prefieren, a modo de vacuna contra la marginación y la inquina por parte de los que van a compartir conmigo el horario laboral, la parada del autobús o un breve encuentro en cualquier sala de espera. Lo cierto es que ahora, como sucedió en algunas de las peores dictaduras comunistas, las personas preocupadas por cultivarse son observadas con desconfianza, como si de bichos raros se tratase. Pol Pot asesinó a miles de personas por hechos tan fútiles como saber leer, llevar gafas, o tener libros en su casa. Este hecho que, no sólo nos parece deleznable sino que además lo es, se repite a diario en nuestra vida cotidiana, sólo que las balas que se disparan son intangibles, los daños que estas provocan son inapreciables a simple vista; pero os puedo asegurar que el dolor que provocan es totalmente tangible.

Como es lógico, para hacer buenos las teorías arriba expuestas, la mayor parte de las personas que lean este escrito y hayan llegado a este renglón ya estarán pensando que no soy más que un escribidor prepotente, egocéntrico y jilipollas que se piensa descendiente de Cervantes y que cree que los que le rodean no son dignos ni de calzarle las sandalias que lleva; nada más lejos de la verdad. Únicamente soy una persona que piensa que la libertad de expresión en un concepto mucho más amplio que el que a diario se usa para defender el derecho que esgrimen impúdicamente algunos huele braguetas de baja estofa a escribir sobre la vida privada de algún famosillo de mejor o peor pelaje. Creo interpretar que dentro de tan hermoso apartado de la Carta Magna también encuentre amparo la forma de decir las cosas, el inalienable derecho condigno a cualquier ser humano a emplear las palabras que estime oportunas para dar a conocer los pensamientos e ideas que quiera, respetando, por supuesto, las más elementales normas de conducta y respeto hacia los demás. Sólo soy una persona a la que siempre le ha apasionado leer cualquier cosa que le cayera entre las manos, y que esa afición cultivada desde niño la ha ayudado a recolectar muchas palabras y que no suelen ser usadas por el acervo popular; alguien que ha aprendido a escuchar a los demás leyendo, que ha aprendido a hablar leyendo, que ha conocido las premisas filosóficas de grandes hombres ya muertos leyendo, y que leyendo morirá él también, usando hasta el final de sus días el decoro poético para que, hasta en el día de su entierro nadie le dé la espalda al leer el pretencioso epitafio que se hizo gravar en su lápida. Supongo que un “aquí yace un hombre sencillo”, deberá bastar, aunque el que ocupe la yacija prefiriera aquellos maravillosos versos de Whitman: aquel que camina una sola legua sin amor, /camina amortajado hacia su propio funeral.

jueves, 1 de mayo de 2008

Generación X

Sin duda, cualquiera que tenga en estos momentos una edad comprendida entre los treinta y los cuarenta años, encontrará que el título le resulta, cuanto menos, tremendamente familiar, y es que así era como algún iluminado, con aires de superioridad y algún master en sociología o algo similar , bautizó a mi generación, al tiempo que añadía aquella famosa coletilla de: “la generación de españoles más preparada de toda la historia”. Recuerdo muy bien aquellos momentos, y recuerdo una entrevista con el famoso sociólogo que explicaba el cómo y el porqué de aquel bautismo (involuntario por la parte receptora como todo bautismo que se precie). Su explicación, de sencilla y lógica, se caía por su propio peso, dejando una sensación rara a aquellos que lo escuchamos: “teniendo las herramientas adecuadas para poder ser la generación más próspera de cuantas ha dado nuestro país, nuestros jóvenes (siempre he odiado esta seudo coletilla) siguen un rumbo indeterminado, incierto, que ni ellos mismos saben hacia donde les conducirá”... Y en unos segundos de alocución, el memo aquel puso en tela de juicio la capacidad de sus profesores, la validez de la ley de enseñanza existente en sus años púberes, y el poder educativo de la universidad: ¡inscientia necit!.

Si algo hay de cierto en todo esto, es que nuestros ascendientes jamás nos entendieron, ni se pararon a intentar hacerlo; estaban muy cómodos apoltronados en sus sillones de directores generales, creyéndose los amos del universo, y tomaron la misma determinación de Saturno en el genial cuadro de Goya, y comenzaron a devorarnos desacreditándonos ante aquellos que confiaban en nosotros, y esperaban el inevitable cambio genesíaco con alivio. Recuerdo un anuncio de una marca de vehículos francesa en la que un jóven recibía una reprimenda de su jefe sesentón por una serie de comportamientos que a él le parecían inaceptables: su vestimenta, sus aficiones, su actitud para con sus superiores... y para rematar la perorata, el buen hombre enunciaba aquello de “hay cosas que, para saberlas bien, no basta con haberlas parendido” para adjudicársela acto seguido al insigne Kant. Entonces, el joven comenzaba a desmontar un argumento tras otro con lógica y coherencia para terminar diciendo: “la cita es muy buena; pero no es de Kant: es de Séneca”. Y de la creatividad de unos publicistas nació la más exacta fotografía de lo que era mi generación, al tiempo que se acuñó un término que, para mí, nos definía mejor: “J.A.S.P.”, que eran las siglas de Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados. Aquella breve historia de tan sólo unos cuarenta segundos ponía de manifiesto toda nuestra esencia, pero muchos de los pertenecientes a la elite no supieron verlo, porque nunca usamos la preparación, los dones y el pan y la sal que nos entregaron de la manera que ellos consideraban más acertada; y por ello nos asignabn la letra escarlata reconvertida en flagrante aspa: ¡ por no ser capaces de comprender hacia donde se encaminaban nuestros pasos !. ¡ Ellos eran los necios, y nosotros los marcados !.

En muchos momentos de nuestra vida, los hegemónicos nos pusieron en las manos herramientas para que le demostrásemos nuestro arte, nuestra pericia o nuestra sabiduría, y únicamente recibieron la callada por respuesta, sin que llegaran a atisbar siquiera que ninguno de nostros hubiera albergado vez alguna la necesidad de demostrar a nadie de lo que éramos capaces, incapaces de tan estúpido alarde . Y ese (para ellos) lacerante silencio fue contestado con sorna, con mofa, befa y escarnio, sin que llegaran a enterarse de que hay demasiadas veces en que el arte pasa inadvertido por la impericia del observador antes que por la falta de talento del ejecutor. Y antes que reconocer esto, preferían que sus hijos genesíacos se encontraran entre escila y caribdis. Nos enterraron en vida para que nos ganásemos la vida, nos obligaron a alinearnos en sus filas, mas en la retaguardia, para no poder crear ningún problema que amenazase el sillón en el que se habían apoltronado, sin querer reconocer que su tiempo estaba llegando al fin.

Y ahora que han pasado ya varias décadas, ha quedado demostrado que su derrota no era si no cuestión de tiempo. Patentes son los lazos que unen a la actual jóven generación con la nuestra, y que han terminado de reconducir el mundo a la posición aproximada a la que nosotros lo hubieramos ubicado. Miran a los ochenta con veneración, llaman a los artistas que crecieron con nosotros clásicos y, sobre todo, reconocen que, aunque han hecho las cosas a su manera, imprimiendo en todo lo que realizan la impronta de su innegable personalidad, la matriz de su germen genuino lo han encontrado en nuestra generación. Hay muchos de ellos que piensan que la causa de la cercanía entre ambas cosmovisiones radica en que ellos son una generación demasiado retro, mientras que nosotros fuimos un grupo que rompió con todo, que innovamos en todos los campos; y no me atrevo a decir que no, sobre todo cuando los que lo afirman son unos nuevos J.A.S.P. Que sin duda son superiores a nosotros por su deterninación y por su claridad de ideas. Sin duda, ambas generaciones son de lo mejor que jamás se ha visto en España; dos grupos irrepetibles, condenados a entenderse y, además, encantados de hacerlo. El mundo sigue su curso, aunque a algunos les resulte difícil y/o incómodo aceptarlo

jueves, 10 de abril de 2008

La triste fuerza de los ojos

Quizás, o por lo menos así me lo parece a mí, el mayor de los miedos que pueden acuciar a una persona es aquel referente a la pérdida de un ser querido (sobre todo si es un familiar directo o es considerado como tal), del que normalmente se rehuye hablar por aquello de los miedos atávicos que, hasta los más descreidos, llevan latente en la educación recibida por los ascendientes, sin que se pueda hacer nada por evitarlo, colegirlo o, al menos, mitigarlo; “No sé lo que haría si...” u otras frases por el estilo suelen ser las tempranas tumbas de todo ese tipo de discusiones, como si rindieran tributo a la materia a la que están haciendo alusión, matando cualquier atisbo de conversación coherente, domeñados por un temor que no saben reconocer; pero al que conocen muy bien.

No se puede negar que en ello quizás se encuentre una mezcolanza de diversos elementos, a cual más irracional: la mala suerte, mal disfrazada de respeto es un ejemplo; la espiritualidad desmedida es otra... y así hasta completar una amplia lista de imprecisos motivos por los que callar.

Tengo un amigo que ha sido durante muchos años soldado de élite de los cuerpos especiales de la legión (el equivalente español del boina verde americano, para que se me entienda mejor). Ha tenido la ocasión (?) de estar en todas las guerras de los últimos quince años, en calidad de mercenario apátrida, realizando misiones de esas que no suelen salir en los telediarios y que se llevan con la discrección e impunidad que dan los fondos reservados; estoy hablando pues de una persona curtida en el tema de la muerte, y versada en su práctica. Pese a su currículo, resulta casi cómico verle palidecer cuando se le dice que hay que ir a dar un pésame a algún amigo común: en su cara se puede ver el miedo a atraer cualquier tipo de malfario por el simple hecho de poner un pie en un tanatorio. Restos de una educación que ya no se da, que ya no se pide, que no se detecta pero que, a veces, se añora sobremanera.

Todas estas cosas pensaba cuando el domingo veía por la tele a un grupo de personas (amigos y familiares casi todos) que rezaban en una imagen retrospectiva por la aparición con vida de Mari Luz, esa pequeña onubense que nos tuvo durante un mes con el corazón en un puño, y que al final, por desgracia, fue hallada muerta en un río, asesinada por un malnacido con pinta de imbecil que, no sólo no lo era, si no que además tiene la inteligencia necesaria para eludir las condenas por causas pendientes, estafar y robar a la gente y, lo que es más grave, para acosar a pobres niños para satisfacer unas ansias desmedidas de sexo que ni siquiera paran varas en la corta edad de sus víctimas, ni en su inocencia interrumpida abrupta y salvajemente, ni en lazos familiares (de hecho había perdido la tutela de su hija por haber intentado abusar de ella). Para ese tipejo sin escrúpulos, lo único importante era acercarse a las pequeñas para lograr un placer que, por más que intento pensar, no encuentro dónde puede residir. Volviendo al caso que me ocupaba, el grupo aquel del que comencé a hablar al principio de este párrafo, expresaron el desencanto que habían sufrido al enterarse del hallazgo del cuerpo de la pequeña en el agua; algunos no daban crédito a lo sucedido, y se pensaban traicionados por su fe; otros, buscaban un porqué a la actuación divina y querían comprender sin conseguirlo cómo Dios lo había permitido, y proferían entre sollozos esta misma pregunta, si encontrar, por supuesto, la respuesta. Otro nutrido grupo de ellos, ya había superado ambas fases, y comenzaban sus integrantes a rezar por el alma de la hija de su pastor. Todos se encontraban desorientados, todos se sentían defraaudados; pero, por curioso que parezca, ninguno pensaba en abandonar, en pedirle cuentas a su creador ni, por descontado, en darle la espalda. No me cabe la menor duda de que, a día de hoy, toda la congregación se encentran ya en la última fase de aceptación y ruegan a diario por la salvación de la pequeña, encontrando en ello un alivio superior al que les podría dar cualquier fármaco.

Pasando por alto la discusión filosofico-teológica acerca de la existencia de un ser superior que puede tener tantos nombres y formas, morfologías y tradiciones como distintas civilizaciones han existido sobre la tierra, lo más importante de todo esto es que todas esas personas han encontrado algo que les ayuda a llevar de mejor grado las vicisitudes que la vida nos sirve a todos, regadas con su mejor vino para que se puedan digerir con más facilidad. No importa nada que sus creencias se acerquen a una u otra doctrina, ni que sea la suya la religión verdadera; ni siquiera que una vez salgan de su lugar de reunión, pongan con mayor o menor asiduidad sus enseñanzas en práctica. Lo que es realmente digno de elogio y, si me apuran un poco, de envidia, es el hecho de que en esas gentes pude observar la misma fuerza y determinación que se supone hicieron gala los primeros cristianos cuando se enfrentaron cantando al variopinto y macabro abanico de horrendos martirios que los romanos les tenían dispuesto. En un mundo cada vez más vacío, más deshumanizado, que busca la tecnificación en detrimento de lo humanístico, con el peligro moral que ello conlleva, nadie puede quedar impasible ane tal mustra de fe; nadie puede por menos que envidiar a aquellos que la poseen. Ninguna persona puede quedar impasible ante la triste fuerza de los ojos del pastor, que ha tenido que superar el trago más amargo que cualquier ser humano tenga que pasar: el de enterrar un hijo. Dichosos aquellos que la poseen, y que pueden hacer uso de ella en los momentos más terribles. Desdichados los que deban usarla para poder seguir respirando cada día, aunque el oxígeno les sepa a hiel. Malditos los malnacidos que pululan por el mundo derrochando maldad, y que ni siquiera se paran a ver si la principal victima de la parte oscura de su condición humana es tan solo un niño. Espero que las palabras que me transmitieron mis ancestros sean ciertas; y que fuera verdad que una vez hubo un Dios que se disfrazó de hombre para, con sus predicamentos, intentar salvarnos, y que realmente profiriera hace ya varios siglos aquellas palabras: “ay de aquellos que osen escandalizar a alguno de estos pequeños: más les valdría no haber nacido...”

domingo, 23 de marzo de 2008

Presentación

Desde muy pequeño me enseñaron que, cuando una persona entraba a un sitio nuevo, lo más correcto era saludar y presentarse. Hoy en día, una norma tan elemental y obvia como esa está quedando relegada al olvido en la mayoría de la gente, lo que demuestra el cambiante mundo en el que nos encontramos; pero existen ciertas personas a las que algunos usos y costumbres se las grabaron a fuego en el interior, condicionando así su modo de actuar en muy diversas circunstancias. Sin duda, yo soy una de estas, así que quiero iniciar mi blog con una breve salutación que sirva de bienvenida a todo aquel que tenga a bien leer alguna de las opiniones que voy a ir vertiendo sucesivamente sin otro ánimo que el de entretener y mostrar que, por raro que creas que es tu punto de vista, siempre hay alguien que piensa como tú.

Mi intención es alejarme de dogmatismos inútiles y de normas establecidas, y hablar de lo que de verdad me apetezca, sin esperar nada más que, si son merecidas, unas pocas monedas para este humilde trovador. Intentaré publicar cuanto pueda, aunque mi tiempo es muy limitado. Pido perdón de antemano por los periodos de silencio que vereis y os pido un poco de paciencia.

Sinceramente, gracias.

DUENDE SATÍRICO