La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

martes, 29 de julio de 2008

Retórica

Según reza la tradición católica (y la judía, pues ambas religiones nacen de un mismo germen: la Torá o Pentateuco), cuando la pareja primigenia cometió el pecado de comer de la manzana prohibida, Dios les expulsó del paraíso, y pronunció unas palabras que, miles de años después, resultan lapidaria: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Resulta curioso que hoy en día ocurra lo contrario: que el castigo sea el no poder ganarse el pan. Resulta evidente que si el Hacedor escribe con renglones torcidos, el demonio se encarga de enderezar unos cuantos para crear el caos y la confusión. Algo que se supone nació como una maldición, ha llegado a tornarse una bendición, y la ausencia del castigo supone uno de los grandes traumas familiares y personales que cualquiera pueda enfrentar; ¿alguien entiende algo? ; supongo que se puede calificar de kafkiano algo así y, sin embargo, como con todas las cosas que coexisten con nosotros durante un largo tiempo, se ha convertido en algo que no solo es normal, sino que además se ha ido transformando con ayuda de la costumbre en uno de los ejes que mueven el mundo interior y exterior, marcando nuestra existencia hasta el punto de condicionar nuestro horario, que es el nombre que en nuestro estresado mundo actual recibe la esencia vital o, si se prefiere, el alma. Alrededor de él ajustamos el momento que tenemos para disfrutar de los nuestros, de nuestro ocio, de nuestro placer sin que podamos hacer nada por remediarlo sin que tengamos que pagar por ello un alto precio. La sociedad que nos rodea nos va empujando en la dirección que cree es la mejor para la colectividad, aunque para ello tenga que anular por completo la individualidad.

Queda pues demostrada la importancia que el trabajo tiene en nosotros y en nuestras acciones. Consecuentemente a ello, las interrelaciones laborales que establezcamos (tanto por necesidad como por afinidad) tomarán para nosotros una relevancia extraordinaria. De hecho, cuando alguien entra en una nueva empresa, una de las principales preocupaciones es el encajar con los nuevos compañeros, hecho que, salvo en contadas ocasiones, no suele producirse con la misma claridad que se da en otros foros diferentes. Si se piensa, las condiciones que se dan en esta reducida comunidad son excepcionales: la coexistencia no es elegida por afinidades personales, ni por nexos comunes, ni por una libre elección; muy por el contrario, el común de los individuos están disfrazados, mostrando un rol diferente al que muestran en privado; un avatar que, en determinados momentos muestra nuestra peor faz que sugiere defectos desconocidos por nosotros mismos, que se encuentran en nuestro interior; pero que somos incapaces de ver como nuestros por una mera cuestión de autodefensa, de justificación que, en la mayoría de los casos no tiene ni lógica ni argumentos válidos que la justifiquen; pero que tranquiliza los sentimientos de culpa, esos que muchos llaman conciencia. Si a esto unimos unas gotas de insinceridad, un chorro de estrés y un tanto de obligatoriedad a la hora de tener que pasar la mayor parte del día con extraños, el cóctel resultante es una situación explosiva que, en cualquier momento, va a hacer saltar todo por los aires. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los trabajos de una empresa suelen formar parte de una estructurada cadena de montaje que debe dar como resultado un producto común, misceláneo de muchos esfuerzos, mecano impenitente de muchas piezas provenientes de muchos esfuerzos, no siempre bien compensados, lo que provoca en innumerables ocasiones las consabidas fricciones.

Sin duda, es muy importante encontrar un trabajo en el que una persona se sienta realizada con la mayor plenitud posible, en la que el ambiente sea lo más armonioso posible, y el trato todo lo humano que cualquier persona se merece: una utopía. El primer caso se ve imposibilitado por la abrumadora realidad: cerca de un noventa y dos por ciento de las personas que fueron entrevistada en una encuesta reciente, reconoce trabajar en un puesto por obligación; solo ocho de cada cien trabajan en algo para lo que se habían preparado, lo que implica que es una minoría la que lleva a cabo su actividad laboral en un campo relacionado con su predilección; ¿no resulta aterrador?

El segundo supuesto no se encuentra ni mucho menos en una tesitura más halagüeña: el noventa y seis por ciento ha tenido alguna pelea con alguno de sus compañeros; además, el noventa y tres por ciento asegura mantener una animadversión por uno o más de sus colegas. Teniendo en cuenta que en muchos casos pasamos más tiempo con la gente del trabajo que con nuestras familiar, este dato resulta cuanto menos desolador, dantesco. Y aquí es donde entra en juego la llamada “teoría del folio en blanco”, cuyo enunciado viene a decir algo así: “Si coges un folio en blanco y lo estrujas entre tus manos, este quedará dañado para siempre; puedes estirarlo, dejarlo debajo de algo pesado, plancharlo… Es muy posible que consigas recuperarlo, que puedas escribir en el, que sea factible utilizarlo de una manera normal; pero nunca volverá a estar igual que antes de arrugarlo.” Al igual que con esa hoja ficticia, en las relaciones humanas ocurre lo mismo: una vez que has tenido algún encontronazo con alguien tu forma de verle habrá cambiado para siempre. Es muy posible que continúes teniendo amistad, trato económico o cualquier vertiente de relación humana que te ligue a esa persona; pero algo en tu interior habrá cambiado irremisiblemente, sin que se pueda hacer nada por devolverlo a su estado original; ¡y además estás obligado a tratar con ella a diario y a pasar un tercio de las horas que permaneces despierto! Y todo ello con la mejor de tus sonrisas, para “mantener el buen rollito en el trabajo”. Extrapolar esta situación a otros ámbitos de la vida cotidiana es redundar, ahondar en más de lo mismo: un vecino incómodo en el ascensor, por ejemplo, es una vuelta de tuerca más en las relaciones personales; un amigo al que le has prestado un libro, un familiar directo al que, cuando llegas a conocerlo, te das cuenta de que si no fuera por la consanguineidad jamás trabarías trato alguno… Distintas caras de una misma moneda.
En una nómina no se paga solamente el esfuerzo desarrollado para realizar un trabajo; cuando llevas ya algunos años viviendo esa vida de mayores que deseaste con ahínco en la pubertad (¡cuidado con lo que se desea, no sea que se cumpla!) paulatinamente de das cuenta de que en ese mísero salario que percibes y que apenas te da para pagar la hipoteca, hay implícita una realidad subyacente que te va a obligar a hacer muchas cosas que jamás pensarías que ibas realizar; otras varias que nunca pensaste que ibas a permitir que te pasaran; algunas que te roban la identidad, y te convierten en una caricatura de lo que realmente eres, de lo que realmente quieres ser, de lo que realmente nunca vas a llegar a ser. Esa es la última de las verdades que te reserva la vida, el diploma que te da cuando acabas tu formación. Aceptar este hecho se convierte en un suplicio que debes pasar velis nolis. No trates de resistirte; acéptalo como otra cosa más de la vida y carga con tu cruz. No se te hará más corto tu camino hacia el monte calvario; pero al menos sabrás que lo que vives es real.