La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

viernes, 14 de diciembre de 2012

ÁNGELES



Siempre me he considerado un hombre tradicional o, al menos, una persona a la que le gusta respetar las tradiciones y que, si no las ha seguido, al menos siempre les ha mostrado la pleitesía que se le debe solo por el respeto que nos deben merecer todos aquellos para los que sí son importantes. Mi gusto por conocerlas y por darles su lugar preferente dentro de mi parnaso particular se debe en gran medida a que, usualmente, suelen ser un fiel reflejo de algo que o bien continua vigente o bien se ha ido perdiendo en la estepa del tiempo, pero que en su día fue algo totalmente real. Y es que, por muchos cambios que se hayan obrado en las celebraciones actuales, todas sin excepción tienen su referente real, normalmente parte del acervo popular de nuestro pueblo. Y eso es algo sin duda digno de respeto.
Personalmente, una de las que más me han gustado desde siempre es la de los ángeles de la guarda. No sabría explicar el  porqué, pero desde que en edad pueril me enseñaron aquella oración infantil que creo que a todos se nos está ahora viniendo a la cabeza, me ha reconfortado la idea de saber que alguien hay siempre a mi lado que me salvaguarda de los peligros, sin apartar su mirada de mí, expectante para apartarlos o, al menos, para ayudarme a vadearlos. Al contrario de otras tradiciones, a esta siempre me ha costado encontrarle su correspondencia real; no me cabe duda de que es debido a no saber mirar en el lugar correcto, por que me niego a creer que sea esta la única sin refrendo. Ahora, cuando llevaba ya mucho tiempo sin pensar en ello, creo haber  encontrado la respuesta.
Hay momentos personales en los que la vida puede volverse la más árida de las experiencias, con pocos motivos para seguir y todos para tirar la toalla. Normalmente, cuando te encuentras en lo más hondo de este valle, los ojos suelen permanecer cerrados; unas veces por el rictus firme del dolor, otras por no querer ver lo que te rodea, y ese suele ser el primero de los errores que se cometen, ya que a causa de esa ceguera voluntaria, en infinidad de ocasiones dejamos de ver a esos ángeles que están en La Tierra para ayudarnos. Es muy frecuente intentar buscarles en hechos sobrenaturales, con apariencias raras y estrambóticas; nada más lejos de la realidad. Son personas, como nosotros, que nos brindan de manera desinteresada la ayuda que precisamos para comenzar a escalar la escarpada ladera que circunda el valle, que nos cambian dolor por comprensión, desánimo por  aliento, amargura por cariño y ternura. Son seres que desconocen de su fuerza, pero que no por ello dejan de entregarla. Suelen dejar sus problemas aparte para sumergirse en los tuyos, sin dejar de nadar hasta alcanzar la costa, desoyendo cantos de sirenas y tapando sus monstruosas melodías con una demostración de entrega generosa que te lleva en volandas a la playa. Dentro de la normalidad de los seres humanos, aunque no lo sepan o no le den importancia, son seres excepcionales, para los que nunca encuentras las palabras adecuadas para expresar tu gratitud. Saben como nadie darse de manera incondicional con el único propósito de poder ver en una cara amiga una sonrisa que es para ellos la mejor y más dulce de las recompensas. Solo por encontrar a estas personas, vale la pena mantener los ojos abiertos mientras caminas por la senda del dolor.
Ahora, que al fin he encontrado una respuesta que me mantuvo ocupado durante largo tiempo hace ya más años de los que quisiera recordar, solo puedo agradecer a quien quiera que los haya enviado mi más eterna gratitud por haberlos puesto en mi camino, y desear que todos y cada uno de vosotros, si tuvierais la necesidad de encontrarlos, tengáis la fe necesaria para verlos; por que, como todo en esta vida, para poder apreciarlos es necesario tener la firme convicción de su existencia. Vale la pena soñar, ¿soñamos? 

A Merce y a Ana, con cariño.

viernes, 16 de noviembre de 2012

LA ERA DE LA INFORMACIÓN




                Tenemos la creencia de que pasan muchas cosas que antes no pasaban, que el mundo se ha vuelto loco, que ahora todos estamos desquiciados, y resulta erróneo pensar algo así. Siempre he tenido la creencia de que el idioma es el mejor adn que se puede estudiar a la hora de aprender cosas del pasado. Es el referente más claro de la existencia de todas las cosas.  Como ejemplo ilustrativo, podríamos poner una palabra como incesto. Esa no es ni mucho menos una palabra moderna, ya que tiene su correspondiente antecesora latina, lo cual nos puede dar una idea bastante aproximada del tiempo en el que se comenzaron o, al menos, ya se realizaban estas prácticas de dudosa moralidad. Es de suponer que muchos penséis que ahora es cuando se realizan este y otros actos más o menos punibles, pero lo cierto es que son tan antiguos como la humanidad, de ahí que ya existieran palabras para designarlos.  La diferencia principal es solamente, que tenemos constancia de ello.
                Nos hallamos en una época en la que la información nos bombardea por todas partes, inundando nuestras retinas y oídos desde radio, televisión, internet, etc…  Ahora sabemos al minuto si un monzón ha provocado un centenar de muertos en Bali, o si un hombre se ha armado  con un rifle y ha ocasionado una masacre en Finlandia; pero también si hay una exposición en Londres, un hallazgo arqueológico en el Machu-Pichu y así podría continuar con cientos de ejemplos, hasta conseguir saturar nuevamente vuestras retinas. Hace un tiempo, se decía que la información era poder, pero solo era por que era exclusiva de unos cuantos que, normalmente eran los más poderosos y, merced a sus contactos, podían seguir siéndolo aún más. De ahí esa creencia que hoy, como otras muchas, han quedado ya en el olvido y devaluadas.
                Porque sin duda, hoy la información ya no es poder. Cuando hay una moneda antigua única, su valor es incalculable; pero si de repente aparecen doscientas cincuenta mil en una nueva excavación arqueológica, su valor disminuye a cero. Y eso es precisamente lo que ha pasado con la información: todo el mundo tiene en sus manos un altavoz que da al mundo, y comparte con rapidez asombrosa su descubrimiento, poniéndolo así a disposición del mundo entero. Y esto, que podría ser algo maravilloso, se está convirtiendo en algo pernicioso. Disponer de demasiada información, hace que se caigan mitos, que se derriben férreas ideas, provocando así no una sensación de poder, si no de dolor. Es una lástima que la socialización e la información esté matando a su vez las ganas de informarse, de saber de mucha gente, entre la que me cuento.
                Creo que va siendo hora de ir volviendo de forma controlada al estadio que siempre se ha denominado “la felicidad del ignorante”,  a disfrutar del no saber algo que nos pueda dañar. Hay quien pensará que no es más que una forma de cobardía, pero el protegerse de cosas que nos creen dolor, es más que una obligación, es puro instinto de supervivencia.

viernes, 9 de noviembre de 2012

FEELINGS (SENTIMIENTOS)



                Nunca hay que pensar que algo es en vano; normalmente, todo lo que nos pasa es por algo y, de hecho, así suele suceder. Imagino que hay mucha gente que, como yo, piensa que ha venido a esta vida a sufrir, y es una pena, porque solo hay una. Pero es que en muchas ocasiones, se encarga de demostrarnos que es así, sin que podamos hacer nada por evitarlo.
                La tristeza y la soledad son pájaros, con textura de tela, que envuelven el corazón y van destilando su esencia, empapando todo lo que tocan con su olor, con su viscoso oleo, evitando así que se propaguen las alegrías que pudieran ir surgiendo. De este modo, nos vemos envueltos en su fragante y putrefacta alma. Una nos hace llorar y la otra se encarga de que no nos escuche nadie, para que el desamparo sea mayor. Recuerdo que, cuando era joven, quería ser mayor y, ahora que lo soy, desearía haber muerto hace tiempo para no tener que penar más. Solo soy un alma a la deriva, que no encuentra puerto ni consuelo. Descanse en paz, alegría, que ya no recuerdas mi cara, que me olvidas en tus plegarias.

viernes, 28 de septiembre de 2012

SANTIAGO CARRILLO, MI ABUELO Y EL SEÑOR BONI



                Siempre tengo a mi abuelo en la memoria, desde que murió hace ya más años de los que quisiera recordar. Sin duda, era un hombre pintoresco, singular, como todos los de su generación, esa a la que le tocó vivir los terrores de una guerra y los rigores de una terrible postguerra. Eran sin duda un grupo de gente irrepetible que se vieron envueltos en unos convulsos momentos que dieron como fruto una selección natural que acabó con los más débiles e hizo por ende una mini raza de supervivientes, duros como rocas. Aún hoy, todavía nos maravillamos de cómo pudieron sobrevivir en aquellas penosas circunstancias; pero lo hicieron, y además de una manera harto meritoria.
                A mi abuelo le sorprendió el estallido de la guerra civil cuando le faltaban seis meses para licenciarse. Estaba haciendo el servicio militar en Melilla, en la Legión. Así que sin saber cómo ni porqué, se encontró de golpe en el frente, en un conflicto del que no sabía nada. Llegó hasta Madrid, con lo cual luchó desde el principio hasta el final. Ascendió a cabo por méritos de guerra, aunque nunca alardeó de ello; de hecho, nunca alardeó de nada referente a aquella maldita contienda ni a nada que tuviese que ver con lo castrense. Recuerdo que en su antebrazo derecho, llevaba un tatuaje con el escudo de la Legión, orgulloso de haber servido en aquel cuerpo pero sin pavonearse: no le veía sentido. Las veces que alguien le hizo mención a ello, respondió con franqueza, pero jamás empezó él una conversación al respecto. Hizo lo que debía, pero jamás se vanaglorió de ello: solo cumplió con su obligación. Nunca habló con desprecio de un bando ni con orgullo de otro: siempre pensó que había sido el error más grande que había cometido España. De hecho, nunca refirió nada de lo vivido hasta que, cuando estaba en el instituto, le pregunté para documentarme de primera mano con la intención de hacer un trabajo. La única anécdota que me contó de antemano, fue aquella en la que tuvieron que pegarle un tiro a un árabe que se dedicaba a expoliar a los muertos. Curiosamente, aquel individuo estaba en su bando y se dedicaba a robarles a los caídos del otro todo lo que tenían. Me explicó que, cuando le vieron arrancándole con su machete los dientes de oro a un republicano moribundo, fue la gota que colmó el vaso. Jamás quiso aclararme si fue él quien ajustició a aquel malnacido, pero me resulta chocante que la única muerte de la que se sentía satisfecho, fuera la de uno de su mismo bando.
                Del señor Boni tengo menos referencias: estudiaba en Madrid cuando comenzó la guerra y, como todos los jóvenes de aquella generación, se vio arrastrado al frente, empuñando un arma que aún no sabía muy bien como funcionaba, pero que aprendió rápido a manejar ayudado por en instinto de supervivencia. Al igual que mi abuelo, estuvo durante los tres años en el frente; de hecho, ambos coincidieron, en bandos opuestos, en la cruenta batalla de Brunete. Era muy posible que su hubieran encontrado, disparándose mutuamente, pero eso ya es mucho asegurar: es dejar volar mi imaginación hacia hechos que no tengo probados. Lo que sí tengo por cierto es que, de haberlo hecho, ninguno de ellos hubiera dudado a la hora de dispararle al otro, pese  a ser el más fiel reflejo que podría hallarse en el otro bando: ambos pensaban y opinaban de la misma manera.
                El encuentro y posterior amistad se produjo cuando ambos estaban ya jubilados. Como he dicho ya anteriormente, por aquella época me tocó hacer un trabajo acerca de la guerra civil y tuve la idea de juntarme con ellos y preguntarles: era la ocasión perfecta de conocer de primera mano las opiniones de los dos bandos. En mi bisoñez de entonces, pensé que iba a obtener diferentes opiniones que enriquecieran mi escrito, pero me equivoqué. Al referirse ambos a aquello, utilizaron las mismas palabras: tremendo error, miedo, penurias, miseria, atrocidades, muerte, agonía… y mientras hablaban de ello, las miradas de ambos se perdieron en un horizonte al que se notaba que hacía muchos años que no miraban.  Y fue entonces cuando el señor Boni dijo aquella frase en la que me supo definir tan cruentos momentos: “En aquella maldita guerra, nadie tenía razón; cuando se llega a tales extremos, todos la pierden. Ni ellos nos tiraban chocolatinas ni nosotros les disparábamos bombones”  Y mi abuelo, menos leído e instruido que su interlocutor, asentía levemente con la cabeza, aceptando unas palabras que por su formación no era capaz de decir, pero con la aquiescencia de aquel que comparte plenamente el sentimiento que se destilaba de ellas. Y ambos se miraron con la indulgencia del que lo ha perdonado todo, y esa mirada fue para mí la prueba palpable de que la reconciliación de las dos Españas era posible.


                 Curiosamente, ambos hicieron referencia a un tema que ahora, por la muerte de Santiago Carrillo ha vuelto a salir a la palestra: los fusilamientos de Paracuellos. Desde la óptica de los distintos bandos, paradójicamente opinaron lo mismo, con palabras que no debo reproducir por prudencia. No en vano, fue la masacre más grande de la guerra civil, en la que más de ocho mil personas fueron ejecutadas. Y este señor, del que hoy se recuerda que fue un luchador por las libertades, por acción, inacción u omisión, fue uno de los responsables. No puedo afirmar (de hecho nadie puede) que fuera responsable directo; pero a nadie se le escapa que, por su papel en la escena política de entonces, pudo haber hecho más. Y hoy, más de medio siglo después, se le honra con reconocimientos y minutos de silencio, sin tener en cuenta a los que sufrieron por su causa, sin caer en la cuenta que cuantos más homenajes se le hagan, más se insulta a aquellos que padecieron los desastres de una contienda en la que se enfrentaron hermanos contra hermanos y en la que todos perdieron. En algunos de los escritos de mi amado Jorge Semprún, se puede ver quién era este señor antes de convertirse en “uno de los principales luchadores por las libertades” y de cómo dirigía con mano de hierro junto con Ibárruri y Lister el Partido Comunista; de hecho, él que comenzó a luchar en la resistencia francesa, que estuvo varios años en un campo de concentración, que se jugó en innumerables ocasiones la vida en misiones encomendadas por estos, terminó expulsado por “las diferencias ideológicas con la cúpula”. Esta perífrasis, diferencias ideológicas, no es más que una forma bondadosa de decir que para Carrillo, el que no estaba con él estaba contra él, y esa es una verdad incuestionable que queda patente en cada una de sus acciones. En el nombre de la concordia, lo más que se puede afirmar de este señor es que, tal como mi abuelo o el señor Boni, hizo lo que tenía que hacer, sin más; pero me parece injustificado y ,si me fuerzan, hasta cruel el hecho de que ahora nos lo quieran vender bajo la bandera de la defensa de las libertades. Alabemos sus aciertos, que los tuvo, sin olvidar sus errores, que también incurrió en ellos. Hay ahora en este nuestro país, varias generaciones de españoles a las que todo lo contado aquí les suena a lejano y olvidado, a “cosas de abuelos” y es por ellos y por un simple amor a la justicia y a la veracidad que no se debe vender humo en torno a los personajes históricos. Quien sabe si cualquiera de nosotros hubiera obrado de la misma manera en esas mismas circunstancias: eso ya no importa. Prefiero quedarme con aquella mirada que mi abuelo y el señor Boni compartieron una tarde de noviembre y que me enseñó por una parte  la importancia de reconocer los errores, propios y ajenos, por muy grandes que estos fueran, y la necesidad, por otra, de caminar por la senda común del perdón y la concordia. A todos los citados aquí, hoy que descansan bajo la tierra, que lo hagan en paz; a los que murieron por su errores, justicia y paz. No se puede pedir otra cosa, ni desear nada que no sea que las heridas pasadas nunca se vuelvan a reabrir.

martes, 11 de septiembre de 2012

LÁGRIMAS DE HOMBRE

    Supongo que luchar contra la tradición es algo complicado. Normalmente, cada pueblo, arraigado junto a su lengua, tiene unas tradiciones consolidadas que, por el paso del tiempo y, normalmente, por la trasmisión oral a lo largo de generaciones, va generando arquetipos de todo tipo que por su diferente naturaleza recibe otros muchos nombres tales como leyendas, modelos, costumbres, etc. Llámese como se quiera; no dejan de ser moldes impuestos usualmente por la pesada losa del tiempo, que termina grabando en nuestro interior unas verdades que en muchos casos lo son, pero que en otros muchos nunca lo han sido, mas de tanto repetirlo, forman parte del acervo popular y personal de cada individuo, dejando así de importar su verosimilitud: son y serán para siempre aunque nunca hayan sido.
    Así ocurre en España con una frase mítica que nos ha seguido persiguiendo desde tiempos inmemoriales, y que ha modificado la forma de ser y de comportarse de generaciones de personas: "los hombres no lloran". Recuerdo la primera vez que me lo dijeron, hace ya unas cuantas décadas; cuando yo era niño, era un recurso muy usado para hacer callar al infante que lloraba, y en una situación similar me lo soltaron. Con el tiempo, aprendí que esa analecta era la piedra angular del estoicismo importado por Séneca a la península. El hombre rocoso, duro, impasible ante los sentimientos que debía morirse por dentro y que no se notase por fuera, para no ser objeto de mofa, befa y escarnio por congéneres: hombres y mujeres por igual. El éxito fue tal que hoy, siglos después, es una de las señas de identidad del hispano, de esas que conforman el adn patrio y que, por tecnificado que esté, sigue en su interior aferrado férreamente a sus creencias. Sin duda, esta forma de actuar nos ha salvado de muchas situaciones complicadas, pero se ha cobrado un precio que, particularmente, me parece demasiado elevado.
    Cuando era niño, me consideraba hombre, y por eso escondía mis lágrimas; lágrimas saladas que corrían por mi mejilla, lágrimas amargas que surcaban mi mente, lágrimas ardientes que atravesaban perforando mi alma; lágrimas ahogadas por no dejarlas salir y que solo conseguían ahogarme en mis penas y dolores; las mismas que, durante generaciones, no se nos ha permitido a los padres compartir con nuestros hijos, escondiéndoles así nuestra condición de humanos, de amantes personas que daríamos la vida por ellos sin esperar nada más que un "te quiero" antes de entregarnos al sacrificio sonriendo. El estoicismo senequista nos ha dado infinitud de héroes, a cambio de no exhibir nuestros sentimientos de personas. No nos ha permitido enseñar el lado sensible que llevamos dentro, debíamos ser fuertes y elegir entre ser hombres o ser personas, enfrentados a una pregunta retórica y de consabida respuesta: "los hombres no lloran".
    Hoy, cuando me miro al espejo y veo al hombre que soy, al que siempre quise ser, a ese que le adornan por igual virtudes y defectos, quiero decir que, tal y como cualquier cosa que afecte al alma y al corazón, mi condición de persona, mi sensibilidad, mi amor por las cosas bellas, mis sentimientos hacia mis seres queridos, no me hacen de menos. He llorado en infinidad de ocasiones, no como un niño si no como un hombre; porque todas y cada una de esas lágrimas me han permitido ser un poco más persona. Mi hija las ha compartido y no me cree menos padre; mi mujer las ha vivido, padecido y secado y no me considera menos masculino. Esas lágrimas que brotaban de mi condición de varón, no me han hecho menos digno ante sus ojos: me han mostrado más como persona; como tal, cuando algo me ha hecho daño, lo he expresado. Bien cierto es que ha tenido que ser mucho, que muchas han sido escondidas en la oscuridad de la noche, cuando solo sostenía un soliloquio conmigo, pero todas las mostradas, no me hacen sentirme indigno: también en momentos de dolor he necesitado un hombro en el que refugiarme, una caricia tierna y un gesto de amor. No quiero que mi hombría anule ni un ápice de mi condición como persona: exijo poder mostrar mi sensibilidad, que nunca será fiel reflejo de debilidad; solo una faceta más del hombre que soy.