La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

miércoles, 30 de junio de 2010

ESTRAMBÓTICO

En una lengua como la española, rica en matices, giros y construcciones coloquiales, hay determinadas palabras que son desconocidas para un amplio número de personas y que, sin embargo, para nosotros son harto conocidas por ser utilizadas dentro de nuestra esfera social, local o familiar. Hay muchas que son utilizadas con un significado que se circunscribe únicamente a nuestro reducido círculo y que, tomada por alguno de sus miembros y difundida por nuestro reducido grupúsculo, ha sido alterado su significado por diversas causas que ahora no vienen al caso, pero que son adoptadas por todos y cada uno de sus miembros hasta llegar a ser parte del personal acerbo cultural de todos ellos, auspiciado por unos lazos familiares que, como en todas las circunstancias sociales, hacer de la legua y el vocabulario común otro nexo más fuerte si cabe que el de cualquier sentimiento, sobre todo teniendo en cuenta que estos son totalmente susceptibles de cambios por los diversos avatares de la vida, mientras que la lengua aprendida permanece inalterada hasta el fin de los días. Y es que las palabras son esa fuerza que lo envuelve todo, que lo aglutina dentro de lo posible, de lo real. Tal y como creo que ocurre en una comunidad de hablantes, el conocimiento de ese vocabulario coloquial antes descrito, une más que cualquier tipo de lazo, logrando una perfecta cohesión, una relación simbiótica entre sus miembros, que interactúan para originar un pequeño intramundo, rico en matices y particulares interpretaciones, que terminan por juntar más si cabe al los integrantes de ese reducido grupúsculo. Curiosamente, cuando los miembros más ancianos nos van abandonando, merced a ese poso que han dejado dentro de nosotros, en forma de palabras, nos ayudan a recordarlos con mayor nitidez, haciendo las veces de magdalena proustiana en un sinfín de ocasiones en las que, por un momento, nos vemos sumergidos de nuevo en pasajes pretéritos, que revivimos con inusitada fuerza; y todo esto con una simple palabra, pronunciada en el momento justo. Quizás en eso reside la magia de las palabras: van soltando su esencia sin que nos percatemos, para salir a nuestro encuentro cuando menos lo esperamos.


Todo ello acude a mi mente en el momento en el que, por avatares que no vienen al caso, me reencontré con una palabra de aquellas que mi abuela tenía siempre en mente: estrambótico. Al leerla de nuevo, una tormenta de anámnesis sacudieron mi alma, retrotrayéndome a esos tiempos en los que, cuando hablábamos de gustos, ella recurría a su frase habitual: “ A mí, lo que me gusta es lo estrambótico”. Y enseguida comprendía que manifestaba gusto por lo estrafalario. Pude verme otra vez como cuando era un muchacho, alegre, tímido y jovial; luchando eternamente para conseguir un hueco en mi círculo más cercano. Curiosamente, podía percibir las emociones, pero no penetrar en los pensamientos de aquel reflejo que, si acaso, no los tuviera; pero que si así fuera, estaban ocultos e inaccesibles para mí. Estaba claro que me hallaba ante un mundo anamnesíaco; vivo en mis recuerdos y muerto en lo pragmático. Es triste comprobar como, a medida que van muriendo las palabras, van feneciendo también las personas que las pronunciaban, como si ese alma que contenían los vocablos, fuese la esencia de la otra contenida en la cajita de plata que alberga el pecho de las gentes. Se une sin dudarlo humano y lo divino, el léxico y la imagen, lo fonemático y lo vital. No hay duda de que ambas cosas son las dos caras de una misma moneda: mirando hacia extremos distintos, pero unidos inalteradamente en la esencia: matar palabras es asesinar almas. Y lo peor de esto es que podremos recuperar el vocablo, pero nunca el mundo en el que se desarrolló. La hermosa luz que se halla bajo la luz de los recuerdos, es una sombra más que fenecerá con nosotros, últimos testigos de un mundo pasado que, nunca sabremos si fue mejor; pero al que la marea de los tiempos le ha dotado de una beatitud de la que no goza los tiempos presentes ni, como buen hijo de estos, el incierto futuro.


Ante tal certeza, solo nos queda seguir llorando a los que ya no están, apretar los dientes y luchar por incorporar todos los mundos que formaron el nuestro en uno nuevo, auspiciado por el calor de las palabras, del verbo, que todo lo arropa y lo une, para configurar así el legado que debemos dejarles a nuestros hijos, nuestro propio acerbo que, sin duda, le enriquecerá sobremanera.