La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

lunes, 24 de agosto de 2009

LAS DOS OLAS


Imagino que, como todo en esta vida, la valentía va por barrios, y cada uno tenemos esos momentos y esas circunstancias en las que podemos ser las personas más arrojadas que puedan existir, para sucumbir después a pequeños terrores que, vistos por otros ojos, desde otra perspectiva, puedan parecer fútiles pero que para nosotros, por unas u otras circunstancias, resultan demasiado duras de afrontar o, al menos, que requieren de su tiempo para ser enfrentadas.

Algo así es lo que me ocurre con el tema del que estoy escribiendo, haciendo acopio de todo mi valor, no exento de dolor, y de una mezcolanza de sentimientos que están removiendo en mi interior cosas que, si no muertas, por lo menos creía superadas, y de las que me estoy dando cuenta que aún tienen demasiado peso. Supongo que son cosas con las que he aprendido a vivir, pero que todavía siguen doliendo, pese a los años ya transcurridos.

Corría la navidad de 2004, en una noche del día de los inocentes en la que, como todas las noches, miraba el telediario mientras cenaba, comentando lo transcurrido a lo largo del día que, hasta aquel momento, había sido una magnífica jornada. Pero una imagen en el televisor, en forma de sacudida, saltó hacia mí mientras escuchaba lo sucedido en Tailandia, con aquel maldito tsunami que había arrasado la costa de aquel país. Preso de la más absoluta de las incredulidades, vi en la pantalla la foto de un amigo muy querido para mí, y al que incluían en la lista de posibles desaparecidos. Tras un primer momento de estupefacción, las lágrimas comenzaron a caer, mientras llamaba al Ministerio de Asuntos Exteriores, que había habilitado una linea de información, y donde no me quisieron revelar dato alguno por no ser familiar directo, cosa del todo comprensible, aunque en esos momentos alguien debería comprender que hay amigos que significan más que muchos familiares, pero la burocracia si de algo no entiende, es de sentimientos; y es así como debe ser, para mantener un cierto grado de eficacia.

Tras ponerme en contacto con sus padres, y compartir casi mes y medio de angustia y dolor, encontraron al fin el cuerpo de mi amigo, que pudo ser identificado por los tatuajes que llevaba. En febrero, el obispo de la zona vino a oficiar el funeral, que fue sin duda, la mejor misa que yo haya escuchado jamás, con un sinfín de mensajes de aliento, de esos que llegan de verdad, aunque ninguno de los allegados hallásemos en ese momento consuelo alguno en aquellas palabras. Fue el duro momento de la constatación de un hecho que, hasta entonces no habíamos asimilado: jamás volveríamos a verle con vida.

Manuel Perdiguero Ricci, a punto de cumplir 36 años, nos había dejado para siempre, en el mejor momento de su vida, mientras disfrutaba de unas vacaciones junto a su novia. Fue el primer español fallecido en el tsunami que asoló aquel país. Aún no me puedo creer, aunque hayan pasado ya tantos años, que esté muerto. Cuando todo comenzó, el agua se retiró varios kilómetros y, al ver la ola, corrió para alertar a su novia. Consiguió que se salvara, pero lo pagó con su vida. Fue uno de esos héroes anónimos, de los que no hablan los libros de historia, aunque conociéndole, seguro que no le hubiera gustado figurar en ellos. Somos muchos los que seguimos recordándole, con su alegría, su risa, y sus continuas confusiones al hablar (pensaba en francés, y eso le hacía equivocarse). Era una persona alegre, jovial y muy amigo de sus amigos. Estuvo con nosotros casi tres años antes de volver a Suiza, país en el que se había criado. Era hijo de emigrantes y, aunque se sentía plenamente identificado con aquel país, nunca quiso abandonar su nacionalidad española, pese a poder hacerlo, pese a tener que renovar regularmente un montón de papeles para no perder el permiso de residencia; así era él: se dejaba llevar más por los sentimientos que por la conveniencia.

Tenía un carácter abierto, alegre, que le hacía llevar siempre una sonrisa en la cara. Y, cuando se enfadaba, daba dos gritos para olvidarse inmediatamente de todo. Nunca vi en él un enfado que le durase más de quince segundos, excepto cuando ocurría algo que afectase a sus amigos. Se dejaba llevar muchas veces por el elevado sentido de la justicia que tenía: no soportaba las injusticias, y eso le había llevado a ponerse muchas veces a favor de los más débiles, aunque con ello se buscase algún problema; no le importaba: era su forma de ser, y estaba muy satisfecho de ser como era. Y los que te conocimos, muy orgullosos de que fueras así, te lo aseguro. Era ese tipo de personas que tiene un aura especial, que contagia alegría a cuantos le rodeaban.

Tengo que confesarte, amigo Manuel, que aunque han pasado cinco años desde que te fuiste, aún no he sido capaz de ir a verte, de llevarte una mísera flor. No quisiera que pensaras que es por desidia: es porque no soy aún capaz de ponerme frente a tu tumba, y leer tu nombre; sé que todavía no estoy preparado para ello, pero te aseguro que en cuanto llegue ese momento, hablaremos largo y tendido de todo lo sucedido, y seguro que lo comprenderás.

Te seguimos recordando Manuel: nunca nos hemos olvidado de ti. Y tu nombre está escrito en el libro de historia más importante: el corazón de los que te quisimos. Una ola te llevó, y otra permaneció entre nosotros: la de la tristeza por saberte lejos para siempre.

D.E.P MANUEL PERDIGUERO RICCI