La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

viernes, 28 de septiembre de 2012

SANTIAGO CARRILLO, MI ABUELO Y EL SEÑOR BONI



                Siempre tengo a mi abuelo en la memoria, desde que murió hace ya más años de los que quisiera recordar. Sin duda, era un hombre pintoresco, singular, como todos los de su generación, esa a la que le tocó vivir los terrores de una guerra y los rigores de una terrible postguerra. Eran sin duda un grupo de gente irrepetible que se vieron envueltos en unos convulsos momentos que dieron como fruto una selección natural que acabó con los más débiles e hizo por ende una mini raza de supervivientes, duros como rocas. Aún hoy, todavía nos maravillamos de cómo pudieron sobrevivir en aquellas penosas circunstancias; pero lo hicieron, y además de una manera harto meritoria.
                A mi abuelo le sorprendió el estallido de la guerra civil cuando le faltaban seis meses para licenciarse. Estaba haciendo el servicio militar en Melilla, en la Legión. Así que sin saber cómo ni porqué, se encontró de golpe en el frente, en un conflicto del que no sabía nada. Llegó hasta Madrid, con lo cual luchó desde el principio hasta el final. Ascendió a cabo por méritos de guerra, aunque nunca alardeó de ello; de hecho, nunca alardeó de nada referente a aquella maldita contienda ni a nada que tuviese que ver con lo castrense. Recuerdo que en su antebrazo derecho, llevaba un tatuaje con el escudo de la Legión, orgulloso de haber servido en aquel cuerpo pero sin pavonearse: no le veía sentido. Las veces que alguien le hizo mención a ello, respondió con franqueza, pero jamás empezó él una conversación al respecto. Hizo lo que debía, pero jamás se vanaglorió de ello: solo cumplió con su obligación. Nunca habló con desprecio de un bando ni con orgullo de otro: siempre pensó que había sido el error más grande que había cometido España. De hecho, nunca refirió nada de lo vivido hasta que, cuando estaba en el instituto, le pregunté para documentarme de primera mano con la intención de hacer un trabajo. La única anécdota que me contó de antemano, fue aquella en la que tuvieron que pegarle un tiro a un árabe que se dedicaba a expoliar a los muertos. Curiosamente, aquel individuo estaba en su bando y se dedicaba a robarles a los caídos del otro todo lo que tenían. Me explicó que, cuando le vieron arrancándole con su machete los dientes de oro a un republicano moribundo, fue la gota que colmó el vaso. Jamás quiso aclararme si fue él quien ajustició a aquel malnacido, pero me resulta chocante que la única muerte de la que se sentía satisfecho, fuera la de uno de su mismo bando.
                Del señor Boni tengo menos referencias: estudiaba en Madrid cuando comenzó la guerra y, como todos los jóvenes de aquella generación, se vio arrastrado al frente, empuñando un arma que aún no sabía muy bien como funcionaba, pero que aprendió rápido a manejar ayudado por en instinto de supervivencia. Al igual que mi abuelo, estuvo durante los tres años en el frente; de hecho, ambos coincidieron, en bandos opuestos, en la cruenta batalla de Brunete. Era muy posible que su hubieran encontrado, disparándose mutuamente, pero eso ya es mucho asegurar: es dejar volar mi imaginación hacia hechos que no tengo probados. Lo que sí tengo por cierto es que, de haberlo hecho, ninguno de ellos hubiera dudado a la hora de dispararle al otro, pese  a ser el más fiel reflejo que podría hallarse en el otro bando: ambos pensaban y opinaban de la misma manera.
                El encuentro y posterior amistad se produjo cuando ambos estaban ya jubilados. Como he dicho ya anteriormente, por aquella época me tocó hacer un trabajo acerca de la guerra civil y tuve la idea de juntarme con ellos y preguntarles: era la ocasión perfecta de conocer de primera mano las opiniones de los dos bandos. En mi bisoñez de entonces, pensé que iba a obtener diferentes opiniones que enriquecieran mi escrito, pero me equivoqué. Al referirse ambos a aquello, utilizaron las mismas palabras: tremendo error, miedo, penurias, miseria, atrocidades, muerte, agonía… y mientras hablaban de ello, las miradas de ambos se perdieron en un horizonte al que se notaba que hacía muchos años que no miraban.  Y fue entonces cuando el señor Boni dijo aquella frase en la que me supo definir tan cruentos momentos: “En aquella maldita guerra, nadie tenía razón; cuando se llega a tales extremos, todos la pierden. Ni ellos nos tiraban chocolatinas ni nosotros les disparábamos bombones”  Y mi abuelo, menos leído e instruido que su interlocutor, asentía levemente con la cabeza, aceptando unas palabras que por su formación no era capaz de decir, pero con la aquiescencia de aquel que comparte plenamente el sentimiento que se destilaba de ellas. Y ambos se miraron con la indulgencia del que lo ha perdonado todo, y esa mirada fue para mí la prueba palpable de que la reconciliación de las dos Españas era posible.


                 Curiosamente, ambos hicieron referencia a un tema que ahora, por la muerte de Santiago Carrillo ha vuelto a salir a la palestra: los fusilamientos de Paracuellos. Desde la óptica de los distintos bandos, paradójicamente opinaron lo mismo, con palabras que no debo reproducir por prudencia. No en vano, fue la masacre más grande de la guerra civil, en la que más de ocho mil personas fueron ejecutadas. Y este señor, del que hoy se recuerda que fue un luchador por las libertades, por acción, inacción u omisión, fue uno de los responsables. No puedo afirmar (de hecho nadie puede) que fuera responsable directo; pero a nadie se le escapa que, por su papel en la escena política de entonces, pudo haber hecho más. Y hoy, más de medio siglo después, se le honra con reconocimientos y minutos de silencio, sin tener en cuenta a los que sufrieron por su causa, sin caer en la cuenta que cuantos más homenajes se le hagan, más se insulta a aquellos que padecieron los desastres de una contienda en la que se enfrentaron hermanos contra hermanos y en la que todos perdieron. En algunos de los escritos de mi amado Jorge Semprún, se puede ver quién era este señor antes de convertirse en “uno de los principales luchadores por las libertades” y de cómo dirigía con mano de hierro junto con Ibárruri y Lister el Partido Comunista; de hecho, él que comenzó a luchar en la resistencia francesa, que estuvo varios años en un campo de concentración, que se jugó en innumerables ocasiones la vida en misiones encomendadas por estos, terminó expulsado por “las diferencias ideológicas con la cúpula”. Esta perífrasis, diferencias ideológicas, no es más que una forma bondadosa de decir que para Carrillo, el que no estaba con él estaba contra él, y esa es una verdad incuestionable que queda patente en cada una de sus acciones. En el nombre de la concordia, lo más que se puede afirmar de este señor es que, tal como mi abuelo o el señor Boni, hizo lo que tenía que hacer, sin más; pero me parece injustificado y ,si me fuerzan, hasta cruel el hecho de que ahora nos lo quieran vender bajo la bandera de la defensa de las libertades. Alabemos sus aciertos, que los tuvo, sin olvidar sus errores, que también incurrió en ellos. Hay ahora en este nuestro país, varias generaciones de españoles a las que todo lo contado aquí les suena a lejano y olvidado, a “cosas de abuelos” y es por ellos y por un simple amor a la justicia y a la veracidad que no se debe vender humo en torno a los personajes históricos. Quien sabe si cualquiera de nosotros hubiera obrado de la misma manera en esas mismas circunstancias: eso ya no importa. Prefiero quedarme con aquella mirada que mi abuelo y el señor Boni compartieron una tarde de noviembre y que me enseñó por una parte  la importancia de reconocer los errores, propios y ajenos, por muy grandes que estos fueran, y la necesidad, por otra, de caminar por la senda común del perdón y la concordia. A todos los citados aquí, hoy que descansan bajo la tierra, que lo hagan en paz; a los que murieron por su errores, justicia y paz. No se puede pedir otra cosa, ni desear nada que no sea que las heridas pasadas nunca se vuelvan a reabrir.

martes, 11 de septiembre de 2012

LÁGRIMAS DE HOMBRE

    Supongo que luchar contra la tradición es algo complicado. Normalmente, cada pueblo, arraigado junto a su lengua, tiene unas tradiciones consolidadas que, por el paso del tiempo y, normalmente, por la trasmisión oral a lo largo de generaciones, va generando arquetipos de todo tipo que por su diferente naturaleza recibe otros muchos nombres tales como leyendas, modelos, costumbres, etc. Llámese como se quiera; no dejan de ser moldes impuestos usualmente por la pesada losa del tiempo, que termina grabando en nuestro interior unas verdades que en muchos casos lo son, pero que en otros muchos nunca lo han sido, mas de tanto repetirlo, forman parte del acervo popular y personal de cada individuo, dejando así de importar su verosimilitud: son y serán para siempre aunque nunca hayan sido.
    Así ocurre en España con una frase mítica que nos ha seguido persiguiendo desde tiempos inmemoriales, y que ha modificado la forma de ser y de comportarse de generaciones de personas: "los hombres no lloran". Recuerdo la primera vez que me lo dijeron, hace ya unas cuantas décadas; cuando yo era niño, era un recurso muy usado para hacer callar al infante que lloraba, y en una situación similar me lo soltaron. Con el tiempo, aprendí que esa analecta era la piedra angular del estoicismo importado por Séneca a la península. El hombre rocoso, duro, impasible ante los sentimientos que debía morirse por dentro y que no se notase por fuera, para no ser objeto de mofa, befa y escarnio por congéneres: hombres y mujeres por igual. El éxito fue tal que hoy, siglos después, es una de las señas de identidad del hispano, de esas que conforman el adn patrio y que, por tecnificado que esté, sigue en su interior aferrado férreamente a sus creencias. Sin duda, esta forma de actuar nos ha salvado de muchas situaciones complicadas, pero se ha cobrado un precio que, particularmente, me parece demasiado elevado.
    Cuando era niño, me consideraba hombre, y por eso escondía mis lágrimas; lágrimas saladas que corrían por mi mejilla, lágrimas amargas que surcaban mi mente, lágrimas ardientes que atravesaban perforando mi alma; lágrimas ahogadas por no dejarlas salir y que solo conseguían ahogarme en mis penas y dolores; las mismas que, durante generaciones, no se nos ha permitido a los padres compartir con nuestros hijos, escondiéndoles así nuestra condición de humanos, de amantes personas que daríamos la vida por ellos sin esperar nada más que un "te quiero" antes de entregarnos al sacrificio sonriendo. El estoicismo senequista nos ha dado infinitud de héroes, a cambio de no exhibir nuestros sentimientos de personas. No nos ha permitido enseñar el lado sensible que llevamos dentro, debíamos ser fuertes y elegir entre ser hombres o ser personas, enfrentados a una pregunta retórica y de consabida respuesta: "los hombres no lloran".
    Hoy, cuando me miro al espejo y veo al hombre que soy, al que siempre quise ser, a ese que le adornan por igual virtudes y defectos, quiero decir que, tal y como cualquier cosa que afecte al alma y al corazón, mi condición de persona, mi sensibilidad, mi amor por las cosas bellas, mis sentimientos hacia mis seres queridos, no me hacen de menos. He llorado en infinidad de ocasiones, no como un niño si no como un hombre; porque todas y cada una de esas lágrimas me han permitido ser un poco más persona. Mi hija las ha compartido y no me cree menos padre; mi mujer las ha vivido, padecido y secado y no me considera menos masculino. Esas lágrimas que brotaban de mi condición de varón, no me han hecho menos digno ante sus ojos: me han mostrado más como persona; como tal, cuando algo me ha hecho daño, lo he expresado. Bien cierto es que ha tenido que ser mucho, que muchas han sido escondidas en la oscuridad de la noche, cuando solo sostenía un soliloquio conmigo, pero todas las mostradas, no me hacen sentirme indigno: también en momentos de dolor he necesitado un hombro en el que refugiarme, una caricia tierna y un gesto de amor. No quiero que mi hombría anule ni un ápice de mi condición como persona: exijo poder mostrar mi sensibilidad, que nunca será fiel reflejo de debilidad; solo una faceta más del hombre que soy.