La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

jueves, 9 de abril de 2009

Confidencias


Llevo algún tiempo (no demasiado, lo confieso) mirando con recelo el teclado, con el mismo respeto que el torero que toma la alternativa observa a su primer toro,con ansia pero con miedo; y es que hay momentos en que se hace muy difícil escribir: las circunstancias personales no lo permiten.


Recuerdo que una de mis adolescentes lecturas predilectas eran los artículos de costumbres de Mariano José De Larra, un febril escritor romántico que terminó suicidándose con tan solo veintiocho años de edad. Afrancesado, culto, con acerado tino para observar, analizar y dar con la clave, en sus escritos retrató quizás de un modo esperpéntico (aunque no por ello menos cierto) la sociedad española de su momento, que en poco difería de las sociedades hispanas del pasado y que, a su vez, se asemejaban enórmemente a cualquier futuro momento histórico vivido en nuestro país, por mucho que nos empeñemos en querer pensar que los tiempos cambian, lo que no dejaría de ser cierto si no fuera porque las tipologías humanas que se dan en cualquier sociedad mantienen unos rasgos diferenciales que se mantienen inalterados. Recordaba pues a Larra no por el magnífico fresco hispano que construyó con sus palabras, si no por una de sus más famosas frases, y que daba título a uno de sus no menos célebres artículos: “Escribir en Madrid es llorar”.


En el arriba mencionado escrito, el escritor razonaba acerca del escaso eco que producían las palabras escritas sobre la situación existente, de lo desesperante que resultaba proclamar a voz en grito algo que todos oían, pero que nadie escuchaba. Intencionadamente, el autor nos dejaba entrever la eterna lucha que sostienen los creadores consigo mismos, con sus coetaneos y con el cotidiano mundo que les rodea: demasiados enemigos para aspirar siquiera a salir airosos, en una batalla en la que con seguridad se puede afirmar que no solo no hay vencedores, si no que además únicamente hay un vencido, que resulta no ser otro que uno mismo. ¿Que hay más frustrante en esta vida que el gritar algo a voz en grito mientras se es ignorado por todo el que nos rodea?. Cassandra, la vidente que aparece en “La Iliada”, es dotada por los dioses con el don de la clarividencia, y castigada por los mismos con no ser jamás creída, aunque todas sus predicciones fueran acertadas, lo que la lleva a sufrir un permanente estado de ansiedad en el que se vió inmersa hasta su regreso con Agamenón a su patria tras participar en la guerra de Troya, y donde ambos, envueltos entre redes por la conjura de la mujer de este y de su amante, encontraron ambos una muerte predicha con anterioridad por la pitonisa pero, como todas sus predicciones, jamás creída.


Este fin trágico y anunciado, se repite una y otra vez en las vidas de cualquier escritor (escribidores incluídos, grupúsculo ingente, donde yo siempre me englobo). Todos los que, con mayor o menor acierto, decidimos alguna vez enfrentarnos a un folio en blanco, sentimos que al exorcizar fantasmas cotidianos a golpe de pluma, estamos firmando nuestra pequeña sentencia de muerte; vamos como Aquiles, al encuentro de Héctor, sabiéndonos poseedores de la victoria momentánea, para caer después abatidos por una inmisericorde flecha que atraviesa nuestro punto débil de parte a parte, sin darnos oportunidad de réplica. Por mucho que queramos enfrentarnos al mundo que nos rodea, revestidos de brillante loriga, logramos una efímera victoria, para volver a caer fulminados por un inmisericorde mundo, que nos acusa de ser borrachos, melancólicos,guitarristas lunáticos, poetas y pobres hombres en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla.


Desgrano sentimientos, para exponerlos al voluble arbitrio de quién quiera verlos, dejando a un lado la ropa que me reviste el alma, con impúdico gesto, para que todos contemplen la grotesca desnudez de mi interior, mientras la sangre sigue brotando de mis heridas, para que quien lo tenga a menester pueda añadir de cuando en cuando un puñado de sal, que me recuerde cuanto duele la vida; que me haga sentir que, pese a ellas, sigo vivo y dispuesto para reverdecer el corazón en cada primavera.