La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

martes, 11 de septiembre de 2012

LÁGRIMAS DE HOMBRE

    Supongo que luchar contra la tradición es algo complicado. Normalmente, cada pueblo, arraigado junto a su lengua, tiene unas tradiciones consolidadas que, por el paso del tiempo y, normalmente, por la trasmisión oral a lo largo de generaciones, va generando arquetipos de todo tipo que por su diferente naturaleza recibe otros muchos nombres tales como leyendas, modelos, costumbres, etc. Llámese como se quiera; no dejan de ser moldes impuestos usualmente por la pesada losa del tiempo, que termina grabando en nuestro interior unas verdades que en muchos casos lo son, pero que en otros muchos nunca lo han sido, mas de tanto repetirlo, forman parte del acervo popular y personal de cada individuo, dejando así de importar su verosimilitud: son y serán para siempre aunque nunca hayan sido.
    Así ocurre en España con una frase mítica que nos ha seguido persiguiendo desde tiempos inmemoriales, y que ha modificado la forma de ser y de comportarse de generaciones de personas: "los hombres no lloran". Recuerdo la primera vez que me lo dijeron, hace ya unas cuantas décadas; cuando yo era niño, era un recurso muy usado para hacer callar al infante que lloraba, y en una situación similar me lo soltaron. Con el tiempo, aprendí que esa analecta era la piedra angular del estoicismo importado por Séneca a la península. El hombre rocoso, duro, impasible ante los sentimientos que debía morirse por dentro y que no se notase por fuera, para no ser objeto de mofa, befa y escarnio por congéneres: hombres y mujeres por igual. El éxito fue tal que hoy, siglos después, es una de las señas de identidad del hispano, de esas que conforman el adn patrio y que, por tecnificado que esté, sigue en su interior aferrado férreamente a sus creencias. Sin duda, esta forma de actuar nos ha salvado de muchas situaciones complicadas, pero se ha cobrado un precio que, particularmente, me parece demasiado elevado.
    Cuando era niño, me consideraba hombre, y por eso escondía mis lágrimas; lágrimas saladas que corrían por mi mejilla, lágrimas amargas que surcaban mi mente, lágrimas ardientes que atravesaban perforando mi alma; lágrimas ahogadas por no dejarlas salir y que solo conseguían ahogarme en mis penas y dolores; las mismas que, durante generaciones, no se nos ha permitido a los padres compartir con nuestros hijos, escondiéndoles así nuestra condición de humanos, de amantes personas que daríamos la vida por ellos sin esperar nada más que un "te quiero" antes de entregarnos al sacrificio sonriendo. El estoicismo senequista nos ha dado infinitud de héroes, a cambio de no exhibir nuestros sentimientos de personas. No nos ha permitido enseñar el lado sensible que llevamos dentro, debíamos ser fuertes y elegir entre ser hombres o ser personas, enfrentados a una pregunta retórica y de consabida respuesta: "los hombres no lloran".
    Hoy, cuando me miro al espejo y veo al hombre que soy, al que siempre quise ser, a ese que le adornan por igual virtudes y defectos, quiero decir que, tal y como cualquier cosa que afecte al alma y al corazón, mi condición de persona, mi sensibilidad, mi amor por las cosas bellas, mis sentimientos hacia mis seres queridos, no me hacen de menos. He llorado en infinidad de ocasiones, no como un niño si no como un hombre; porque todas y cada una de esas lágrimas me han permitido ser un poco más persona. Mi hija las ha compartido y no me cree menos padre; mi mujer las ha vivido, padecido y secado y no me considera menos masculino. Esas lágrimas que brotaban de mi condición de varón, no me han hecho menos digno ante sus ojos: me han mostrado más como persona; como tal, cuando algo me ha hecho daño, lo he expresado. Bien cierto es que ha tenido que ser mucho, que muchas han sido escondidas en la oscuridad de la noche, cuando solo sostenía un soliloquio conmigo, pero todas las mostradas, no me hacen sentirme indigno: también en momentos de dolor he necesitado un hombro en el que refugiarme, una caricia tierna y un gesto de amor. No quiero que mi hombría anule ni un ápice de mi condición como persona: exijo poder mostrar mi sensibilidad, que nunca será fiel reflejo de debilidad; solo una faceta más del hombre que soy.