La frase del día

El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero sólo un segundo sin esperanza.” — CHARLES DARWIN

miércoles, 2 de marzo de 2011

LA SECTA



Llevo muchos años contando todo lo que me sucede, plasmándolo en un papel para, en muchas ocasiones, entender parte de lo que va sucediendo a mi alrededor, en un mundo que cada vez va más rápido cuando, por los años que ya empiezo a lucir, he entrado en un proceso en el que la rapidez de los acontecimientos es, cuanto menos, molesta. Y es que a medida que voy cumpliendo primaveras, voy aprendiendo a ser más paciente, a tener menos prisas, a ser más reflexivo, dejando la impulsividad para los que vienen por detrás, hambrientos por acumular experiencias, tal y como yo era hace menos de un lustro. Supongo que ese proceso es otro de los aspectos evolutivos que llamamos magnánimamente “madurar”. Ley de vida, supongo.


Lo cierto es que este cambio de cosmovisión me hace intentar mirar la vida de otra manera más pausada, intentando desgranar el polvo y la paja, el fruto y la mala hierba, para tratar así de encontrar la senda que considero es la verdaderamente justa. Quiero pensar que esto me lleva a cometer menos fallos, o que los que se producen, tengan menores consecuencias, menos damnificados (lo que ahora los modernos y por anglicismo, denominan “daños colaterales”). Teniendo en cuenta que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, sigo pensando a mis casi cuarenta primaveras que soy una persona encantada de haberse conocido. Espero que me perdonéis tal grado de egocentrismo, pero es que por mi forma de ser tengo que estar convencido en cada momento de que estoy haciendo lo justo: no puedo irme a dormir sin tener la conciencia tranquila. Quizás sea esta la causa de mis mayores derrotas y la responsables de mi tranquilidad de espíritu. Puestos a elegir, prefiero que sea así: prefiero perder y ser feliz a ganar y tener intranquilidad y terrores nocturnos. Soy así, y creo que voy a morir igual.


Toda esta reflexión viene hoy, que me he parado a pensar en mi estado actual, en el momento que estoy viviendo. Hace solo un par de meses, fui despedido de modo injusto de una empresa a la que he dedicado casi cinco años de mi vida, a la que le he dado todo el mejor saber hacer que he sido capaz, sin escatimar nunca en esfuerzo, ilusión, tesón y entrega: no sé hacerlo de otra manera. Siempre, parafraseando una sentencia que me dijo el primero de mis jefes hace ya más de ¡ veinte años !, he afirmado que no me gusta trabajar, ya que exijo un sueldo por ello. Realmente, las cosas que me gustan las hago gratis, o pago por hacerlas; pero una vez que me pongo a hacerlas las hago lo mejor que sé, porque una parte de la justicia que me auto-impongo, implica el ser honesto con el que me paga, y realizar de la mejor manera que me es posible cualquier trabajo encomendado, sin escatimar sacrificios del tipo que sean. Quizás sea por esto por lo que puedo afirmar que casi la totalidad de clientes a los que he atendido comenzaron siendo eso: clientes, y terminaron siendo amigos, que es mucho más de lo que otros pueden decir (si alguno lee esto, sabrá que me refiero a él).


Hace ya algunos años, cometí el tremendo error de cambiar un trabajo en el que estaba bien considerado por el simple hecho de intentar medrar. Me ofrecieron unas buenas condiciones laborales y, tras mucho pensarlo, accedí al cambio, con la ilusión por bandera y mi reputación de buen trabajador como aval. Creo, sin temor a equivocarme, que he cumplido con creces. Cada año se sometió mi trabajo a revisión y las pasé con soltura, aprobando cada una de ellas con solvencia, subiendo cada año de tramo sin que nadie me regalase nada. Y así ha sido hasta que me han echado de modo espurio, con falsas acusaciones que han llegado a la desfachatez de colgarme la culpa de cosas que ni siquiera habían pasado estando yo presente en mi puesto de trabajo. No vale de nada darle más vueltas: simplemente me tocaba ser uno más de los que estaba cayendo, pero no por los hechos que se aducía en mi carta de despido, y eso lo sabemos las tres personas implicadas en ese triángulo diabólico, en el que se ha ido la hipotenusa, para que se quedasen a gusto los dos catetos (en este caso catetas).


Ahora que ha pasado el tiempo necesario para reflexionar sin acritud, tengo que agradeceros, ominosas catetas, que me hayáis dado la posibilidad de volver a ser feliz, de volver a ver la vida con un optimismo que no tenía cuando estaba en esa empresa modelo, que tanto afán tiene en conseguir beneficios a costa de hacer olvidar a los que la conforman su condición humana, sin que un atisbo de magnanimidad, decencia u honradez se encuentre por ninguno de vuestros estamentos: sois solo fachada, muñeca de trapo presa de unas mentiras que ya ni vosotros mismos os creeís. Me queda la satisfacción de saber que, en todo momento, he sido honesto con todo el que me ha rodeado y la certeza de estar ahora mismo en el lugar correcto. Como una vez dijo Unamuno: “Vencereis pero no convencereis. Porque os podrá asistir la razón por la fuerza; pero nunca la fuerza de la razón”. A ese tal Unamuno, no lo busqueis entre el personal de la secta, por favor, que no se encuentra entre vuestra plantilla. No afileís las espadas que, al contrario de lo que podais pensar, es libre como el pensamiento de la gente; hasta de esa gente que se ve obligada a callar y a pensar que tal grado de sometimiento es otro plus que se paga a costa de tener nómina.