Debo reconocer, aunque de todos
es sabido sobre todo en cuanto se ve algo de lo que me rodea, que soy un
apasionado futbolero. Soy de esa
clase de personas que se ha ido involucrando en el seguimiento de un equipo
hasta el punto de convertirse en algo necesario, nunca hasta el punto de ser
exacerbado, pero sí derrochando una buena parte de mis sentimientos en apoyar a
mi club. Jamás he llevado mi afición a extremos peligrosos, ni me he peleado
nunca por ello; siempre he defendido que podría morir por mi equipo, pero no
matar por él, así que intento conciliar lo que no es, realmente, nada más que
una afición con todas las actividades que pueda desarrollar en conjunto con los
míos: nunca dejaría de ir a ningún sitio solo por ver un partido, creo que es
lo más sensato. Aun así, debo reconocer mi gran pasión por el Real Valladolid,
mi conjunto de toda la vida. Como los sentimientos que van implícitos en el
fútbol, mi elección es irracional: un equipo de mitad de la tabla, que solo ha
ganado un título en ochenta y tres años de historia, que ha disputado tres
veces competiciones europeas, ¿qué atractivo puede tener?; quizás ninguno, pero
el corazón no entiende de razones, y mi sangre es blanquivioleta.
Este año, los aficionados pucelanos estamos de enhorabuena: hemos
ascendido a la primera división tras dos años en segunda, mostrando sin duda el
mejor nivel de juego de toda la categoría, venciendo penurias económicas que
nos han llevado a acogernos a la ley concursal, sin poder pagar a ningún
empleado durante cinco meses; pero, tras luchar sin desfallecer, lo hemos
conseguido. Se han aunado esfuerzos, ilusiones y corazones para lograr un
Valladolid de primera, y eso ha sido en buena parte gracias a la filosofía del
equipo. Su entrenador, Djukic, acuñó una frase que nos ha servido de estandarte
y enseña: “somos Valladolid”, y aferrados a este sentimiento hemos apretado los
dientes para seguir luchando. Siempre nos han acusado de ser una afición fría,
pero en esta ocasión la implicación ha estado fuera de toda duda. Y de los
jugadores, ¡qué se puede decir! `¡han estado soberbios! Sin cobrar su nómina
desde enero, se han centrado en lo que mejor saben hacer: jugar al futbol, y
nos han devuelto la alegría. Han absorbido la filosofía del club y se han
sentido lo que son : importantes. “No somos más que nadie, pero tampoco menos:
SOMOS VALLADOLID” y, con esta frase metida en la mente y grabada en el corazón,
se han unido a nuestros gritos y, sobre todo, a nuestra fe. Gracias a todos
ellos por creer y por hacernos creer, a todos y a cada uno de ellos pero, si me
lo permitís, en especial a uno de nuestros capitanes, por el coraje, la entrega
y el esfuerzo demostrado durante toda la campaña: Sisinio González, “Sisi”.
Jugador de gran calidad, con
inteligencia para abrir la banda como nadie, para jugar sin el balón de manera
brillante, con algo de falta de gol, aunque de vez en cuando nos regale alguno
de esos que casi se pueden calificar de increíbles, este año ha destacado por
algo que no tiene que ver con sus grandes cualidades deportivas. En todos los
partidos que le he visto, nunca ha dejado de correr durante el tiempo que ha
durado el encuentro, sin importar si el resultado del marcador era o no
favorable, sin dejar de animar a sus compañeros: ha sido un derroche y un
deleite ver a alguien esforzarse de manera tal por el equipo. He visto como
cada vez que marcaba un gol, ha besado el escudo con el amor que siempre han
demostrado sus acciones; le he visto llorar por tener que retirarse lesionado y
no poder seguir ayudando al equipo; le he visto resurgir de entre los muertos
cuando se le salió el hombro una, dos y hasta cuatro veces, sin agotar el
tiempo normal de recuperación, saltando al terreno de juego al domingo
siguiente con infiltraciones para soportar el dolor, pero derrochando aún
entrega en cada una de sus actuaciones, sin reservarse por miedo a volver a
lesionarse, sin pensar en otra cosa que no fuera el bien de la colectividad,
sobre todo teniendo en cuenta que este año finalizaba su contrato y todos
sabíamos ya que iba a fichar por otro equipo. Cualquiera en su lugar, hubiera
pasado por el quirófano para llegar en perfectas condiciones a su nueva entidad,
pero Sisi no entiende de otra cosa que no sea entrega, tesón y honradez. Tenía
una obsesión: dejar al club al que una vez llegó de chavalillo y en el que se
ha terminado de hacer hombre y futbolista, en primera, y lo ha conseguido.
Ahora, sé que el día que se encuentre jugando contra nosotros, va a seguir
haciendo lo mismo, con la misma
intensidad, porque es parte de él: es un luchador y una persona entregada e íntegra,
que no repara en esfuerzo para darlo todo a su club. Pero eso no va a evitar
que miles de corazones blanquivioletas le den el cariño y el apoyo que se
merece, porque este jugador nos ha ganado a todos por encarnar los valores y la
filosofía del Real Valladolid. Sin duda, ha sido un honor y un privilegio
contar entre nuestras filas con un jugador tan íntegro y tan entregado como
Sisinio González, “Sisi”.
Hace pocos
días, he comenzado a leer un libro al que le tenía ganas desde hace tiempo: “El
largo viaje” de mi adorado Jorge Semprún. He vuelto sin proponérmelo a rencontrarme
con la prosa elegante y vigorosa de uno de mis más adorados escritores, de esos
a los que, cuando se vuelve, te dan la sensación de no haberte ido jamás, de
haber regresado a casa. Vuelvo a ver sus pensamientos, sus cambiantes estados
de ánimos, sus anamnesis (como él prefería, en lugar de simples recuerdos) y me
encuentro con un calco de los míos, y siento renacer las razones por las que un
día, hace ya más de dos décadas, comencé a escribir.
Resulta
chocante como descubrí hace ya doce años, a este fenomenal escritor que, como
suele pasar con muchos de nuestros insignes artistas, son más reconocidos fuera
que dentro de nuestras fronteras. En aquel tiempo, me llegó por recomendación
de un librero amigo, el que habría de ser mi libro de cabecera durante años y
mi predilecto durante toda mi existencia: “La escritura o la vida”. En él,
narraba sus vivencias en el campo de exterminio de Buchenwald, mezcladas con
los íntimos sentimientos que se movieron en su interior. Semprún es un escritor
de los que siempre van de fuera hacia el interior: no hay vivencia externa que
no le lleve a una acertada reflexión interior, lo que, unido a su prodigiosa
capacidad de novelización,convierte
cualquier obra suya en un canto a la belleza literaria: en algo que sabes que
vas a poder leer pero que jamás alcanzarás a escribir. Ante todo esto, no pude
por menos que rendirme a los encantos de la prosa fulgurante e intimista,
haciéndome disfrutar de una experiencia que aún hoy, todavía me cuenta
entender. Lo insigne de este libro es que el autor lo llevó dentro de sí más de
cuarenta años, sin atreverse a escribirlo: las vivencias fueron tan intensas
que le asustaba enfrentarse al exorcismo y no pagar el intento con su propia
vida (como le pasó a Primo Levi). Tuvo el acierto de saber cuando regresar a
los viejos barracones del campo de exterminio sin morir en el intento y, lo más
importante, supo exorcizar sus fantasmas y enseñarnos el camino a aquellos que
morimos en cada renglón, derramando tinta por nuestras venas.
Hoy,
como me pasara hace doce años, vuelvo a recorrer los renglones del viejo
maestro, a perderme en la Europa azotada por la guerra, a adentrarme en un
riquísimo mundo interior en el que la norma no es otra que la excelencia de las
palabras; a rodearme de recuerdos convertidos en analectas que, para los amantes
de la literatura, se constituyen en verdaderos dogmas de fe. Vuelvo a ti, amado
maestro, como los hijos de la mar, dejando atrás penurias y reflexiones oscuras,
ara que me tomes de la mano y me acerques a la luz, manteniendo la envidia y el
agradecimiento a partes iguales; envidia por tu sobrio y elegante manejo de la
palabra; agradecimiento, porque sin ti, jamás hubiera sabido porqué me
esforzaba en rasgar el mar blanco de papel para teñirlo con mis ideas, con esa
sangre negra y espesa que brota de mi pluma. ¡Gracias mentor! Nunca podré
devolver todas las enseñanzas que de ti saco, pero seguiré intentándolo : es lo
menos que puedo hacer por ti.
Sin apenas
darme cuenta, en los últimos tiempos mis escritos se han ido yendo, como si
tuviesen vida propia, hacía lo que de un modo cursi se denominaban “las
procelosas aguas de la política”, cosa que me ha sorprendido bastante, ya que
no soy una persona dada a entablar conversaciones sobre estos temas una vez
fuera del estricto círculo de la más absoluta intimidad, esa a la que dejamos
acceder únicamente a una o dos personas a lo sumo. De toda esta forma de
actuar, la consecuencia más inmediata es que escasas personas conocen de mi
idearium personal.Así debe ser, ya que
me mantengo lo más lejos posible de cualquier idea que contenga reminiscencias
de dogma. He aprendido a distinguir las voces de los ecos y, sobre todo, a
escuchar mucho más que a hablar, manteniéndome así dueño de mis silencios antes
que prisionero de mis palabras.
Curiosamente,
esta inclinación hacia lo político me ha alejado un poco de lo que realmente me
ha movido siempre: los sentimientos. Puedo asegurar que siempre he tenido muy
en cuenta la importancia de decirle a mi mujer lo que siento por ella. Cada
día, sin contar las veces que lo hago porque esto desvirtuaría su sentido, le
digo que la sigo amando más que cuando la conocí; mucho más, por todo lo
vivido.; pero, como decía antes, mis últimas inclinaciones me han llevado a no
decírselo de una manera que me encanta: por escrito. Me siento cómodo pensando
en ella y dejando que la tinta que hay en mis venas se derrame mientras en mi
mente tengo su imagen. Y por todo ello, tengo que pedir perdón.
Hace un
tiempo que vivo unas circunstancias complicadas por un hecho que ha marcado
definitivamente mi vida. He estado en el infierno, mirando al diablo a la cara
y ella, la mujer por la que respiro, le ha desafiado conmigo, cogiéndome de la
mano mientras exorcizaba fantasmas en la oscuridad de la noche, mientras
enfrentaba a miedos y a tensiones. Y eso es algo que, por muchos años que viva,
muchas canciones que le dedique, muchas palabras que le musite al oído o muchas
líneas que le dedique, jamás podré agradecer de manera suficiente. Eres mi
eterna musa, mi infinito hacia el que camino con paso firme hasta el día de mi
muerte. No podría entender mi vida ni mi mundo sin reflejarme en el espejo de
tus ojos, los mismos que veo cada mañana cuando despierto. Sin ellos, sin tu
sonrisa, sin tus palabras ni tus gestos, adolecería de motivos para seguir
hacia adelante. Te pido perdón si en algún momento no sé amarte; si mis
amaneceres son indignos de tus mañanas; si mis desesperanzas se dejan convencer
por el desánimo y la cordura y no dejan penetrar tu luz en mi alma. Sé que no
es fácil convivir con mi tristeza, y que lo haces sin pedir a cambio más moneda
que la de mi amor, la misma que tienes y vas a seguir teniendo siempre que
quieras conservarla, porque contigo ha llegado el amor que tanto esperaba, la
vida que deseaba, el remanso de paz que tanto necesito y que se convierte en un
bálsamo para mi alma errática, triste y, porqué no confesarlo, a veces
moribunda. Eres la mujer más bella que he conocido, la que siempre quise
conocer, la que soñaba en aquellos años en los que lloraba mirando la luna. Me
das todo cuanto necesito para llenar de esperanza mi futuro, y solo me gustaría
que sintieras que yo te completo en la misma medida en que tu lo haces conmigo,
suave aliento de miel que me haces llegar en torrente tranquilo y sereno, eres
lo que más amo en el mundo. Gracias por darle sentido a mis poemas favoritos; Gracias
por hacer realidad mis canciones perdón si no consigo hacer lo propio con los
tuyos. Solo soy un aprendiz de amor indigno de lo que recibo, pero agradecido
por ser bañado en tus dones. Espero que
quieras seguir siendo mi futuro, como ya eres mi presente, como fuiste mi
pasado. Eres la hoguera eterna en la que arden mis más bellos sentimientos para
intentar dar calor a tu alma. Hermosa, eterna, siempre bella, gracias por
hacerme sentir lo que muchas veces he dudado ser: hombre. En ti, mi interior se
baña y se purifica, y me conviertes en alguien mejor.